Donald Trump ha vuelto a poner el foco en la migración con una propuesta que, aunque presentada con envoltorio benevolente, encierra una estrategia compleja y potencialmente contradictoria. El expresidente anunció un plan de “autodeportación” para inmigrantes indocumentados, ofreciendo boletos de avión y un estipendio económico a quienes decidan abandonar voluntariamente Estados Unidos. La medida, que sugiere una distensión en su tradicional discurso antimigrante, parece más bien una táctica para endurecer el control sin cargar con el costo político y económico de las deportaciones masivas.
Durante una entrevista con Fox News, Trump detalló que el gobierno proporcionará apoyo económico y transporte aéreo a inmigrantes sin antecedentes criminales que opten por autodeportarse. Aunque no ofreció cifras ni fechas de implementación, el republicano dejó claro que el programa no se limitará a la salida: también contemplaría, en ciertos casos, el regreso legal de quienes sean considerados “buenos”. Este matiz —quién decide qué significa “bueno”— deja la puerta abierta a una discrecionalidad peligrosa y poco transparente.
Uno de los elementos más controversiales del anuncio es su aparente contradicción: mientras dice querer facilitar el retorno de ciertos trabajadores, especialmente en sectores como el agrícola y hotelero, también refuerza su narrativa de “limpiar el país” de personas indocumentadas. “Váyanse ahora”, sentenció, al mismo tiempo que prometía tranquilidad a los agricultores que requieren mano de obra migrante. La tensión entre ambas posiciones revela una estrategia electoral que apela tanto al electorado conservador antiinmigrante como a los sectores empresariales que dependen de estos trabajadores.
Para reforzar el plan, la administración ha promovido el uso de una nueva app, CBP Home, que permite a los migrantes notificar al gobierno su intención de salir voluntariamente. De no hacerlo, advierten las autoridades, los migrantes podrían enfrentar multas de hasta 998 dólares diarios y una eventual prohibición de regreso. La secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, argumenta que esta vía es “más barata y efectiva” que las deportaciones forzadas, aunque omite que las amenazas económicas podrían convertir la supuesta voluntariedad en una coacción disfrazada.
El discurso de Trump también incorporó un matiz emocional cuando se le presentó el caso de un migrante mexicano con hijos estadounidenses, quien expresó simpatía por el expresidente. Trump respondió que es “el tipo de persona que queremos mantener”, aunque minutos antes había insistido en que todos deben irse y luego —tal vez— volver legalmente. Este uso de testimonios individuales para justificar políticas amplias y generalizadas es una táctica conocida, que humaniza selectivamente y desdibuja los límites entre inclusión y exclusión.
El programa de autodeportación no es del todo nuevo: ya fue propuesto sin éxito por la administración de George W. Bush en 2004 y retomado brevemente en 2011 por Mitt Romney, sin lograr resultados significativos. La diferencia ahora radica en que Trump intenta capitalizar la narrativa desde dos frentes: endurecer la vigilancia migratoria sin el costo político de las redadas masivas, y al mismo tiempo presentarse como el facilitador pragmático que “ayuda” a los trabajadores a salir y regresar de forma ordenada.
Más que una política migratoria estructurada, el plan de Trump parece una narrativa electoral en construcción: una mezcla de recompensa y amenaza, diseñada para mostrar control sin escalar el conflicto. Una vez más, el expresidente opta por una retórica simplificada que apela a emociones básicas, sin resolver las complejidades legales, humanas y económicas del sistema migratorio estadounidense.




