Del periplo inegiano: de la ciudad y del parto de los hidrochilangos
Primera parte de dos
Era 1988 en la Ciudad de México, continuaba la tercera invitación para aquellos trabajadores del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática, INEGI, que quisiéramos incorporarnos al proceso de descentralización de la Administración Pública Federal, para optar por cambiar nuestra residencia, incluida la familia si fuera el caso, a la ciudad de Aguascalientes, no importando para ello el nivel jerárquico dentro de la institución o el perfil laboral del personal, ya fuese este profesionista, técnico o administrativo.
Para muchos de nosotros, se abría una oportunidad que representaba la opción de replantear nuestro estilo de vida en otra ciudad que en dimensión y problemáticas era lejana a la Ciudad de los Palacios, una forma de aliviar el estrés producido por una cantidad de factores, entre ellos, las enormes distancias por recorrer para asistir a los compromisos y tareas que la vida cotidiana dictaban.
Como millones de capitalinos, los viajes en transporte colectivo, entre ellos el metro o los “peseros”, nos acercaban a esos escenarios en los que ensardinados con decenas más de compatriotas compartíamos la causa del vivir diario y la percepción milenarista del fin del mundo por la explosión demográfica, la falta de alimentos o la contaminación ambiental, el irreversible colapso del planeta y la inseguridad.
En ese ir y venir, anduve las calles por primera vez de la ciudad de Aguascalientes en el año 1985, con la encomienda de recoger una pieza de arte de creación grupal que participó en el Encuentro Nacional de Arte Joven, siendo yo alumno de la entonces Escuela Nacional de Artes Plásticas, ENAP, de la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM, debido a la invitación del artista visual Eloy Tarsicio, a participar en la exposición del Festival Oposición, del Partido Socialista Unificado de México, PSUM, en el Palacio de los Deportes, quien se encontraba coordinándola.
De esta manera conocí la mítica estación del ferrocarril, la zona centro de Aguascalientes con su Teatro Morelos y la arquitectura que alberga los poderes tanto civil como religioso ubicados en su plaza principal, además de su Casa de la Cultura, en la que establecí el primer contacto con personas relacionadas con el mundo del arte en el estado.
El segundo acercamiento que tuve con la ciudad de Aguascalientes se dio en el año 1987, cuando vine a realizar el montaje de una exposición fotográfica titulada “Acción e Imaginación”, en lo que ahora es la Secretaría de Finanzas de Gobierno del Estado, la cual previamente había sido exhibida en el Museo de la Ciudad de México.
Esta exposición se conformaba con obra de los más destacados fotógrafos de México, entre ellos Aarón Cruz y Nacho López; muestra que fue promovida por Otto Granados Roldán, Oficial Mayor de la Secretaría de Programación y Presupuesto, SPP, del gobierno federal, quien a la postre sería gobernador del estado, y un servidor, trabajador operativo del primer despacho, en el área de servicios culturales, en Palacio Nacional.
Eran los años ochenta, en los que en el país se daba una reconfiguración política y los partidos de izquierda se organizaban en torno a una fuerza que les uniera, el Partido Socialista Unificado de México, PSUM, que a la postre se disolvería en 1987.
Hay que mencionar, además, que en ese contexto tuvo lugar en el país la controvertida elección presidencial de 1988, en la que Carlos Salinas de Gortari, fue proclamado triunfador y por ende presidente de la república, ante la protesta nacional por fraude electoral, en agravio del candidato Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, quien representaba a través del Frente Democrático Nacional, una importante coalición de fuerzas democráticas de izquierda de México y de la llamada Corriente Democrática del Partido Revolucionario Institucional.
Inmersos en aquella ciudad, origen de nuestro periplo, habíamos dejado de percibir los signos del mundo natural. No estaban ya en nuestra percepción las mudas estacionales del año. No solo no veíamos los cambios de color de la vegetación, ni el olor del campo, ni de la tierra; tampoco, llegaba a nosotros la brisa del viento sin barlovento fijo, ni los charcos o las torrenciales lluvias infantiles que anegaban las calles de la sobrepoblada gran ciudad y de nuestros barrios.
Vivíamos en una biósfera urbana alterna y en un ecosistema alterado, saturada de gases contaminantes que taponaba y asfixiaba cual olla exprés el Valle de México, no obstante gracias a la generosa biodiversidad, que ubica al país como uno de los más sustanciales del planeta Tierra, llegaban a nosotros procedentes de provincia, entre ellos Aguascalientes, los productos agropecuarios que aún se continúan cultivando en las planicies, llanuras, bosques y selvas del país, o de aquellos que se obtienen de las artes de pesca del mar territorial.
De esa manera se desplegaban ante nuestros ojos, tantos y diversos paisajes como biodiversidad y grupos humanos existen en los estados de nuestra geografía, con los diversos modos de ser de sus pueblos, relacionarse y percibir el mundo, los cuales han modificado sus entornos construyendo una imagen de sí mismos que les hacen particulares y les cohesionan, para diferenciarles de otros.
En ese escenario, con mi pareja en el año 1988 en un viaje sin retorno, llenamos cajas de libros, ropa y enseres domésticos, para venir a esta ciudad de delicada orografía que se alza sobre relieves de suaves lomeríos que fueron propicios para la edificación del fraccionamiento habitacional Ojocaliente, que desde 1986 empezó a albergar a la oleada migratoria de defeños que llegó a habitarlo motivados en parte por las razones expuestas arriba, así como no de menor peso, las telúricas, dictadas por el terremoto registrado en la CDMX el 19 de septiembre de 1985, representando esto, una suerte de teatro de experimentación de la administración gubernamental desconcentrada al interior del país.
Aguascalientes era una posibilidad que abría un nuevo ciclo para nosotros, una opción de reconstruir nuestras vidas, en tanto en un inicio, permanecíamos reunidos conviviendo de manera endógena entre compañeros de nuestro centro laboral tratando de comprender el pulso de la ciudad que en ese entonces contaba con alrededor de medio millón de habitantes, teniendo en cuenta que al ser un espacio habitacional nuevo poco se carecía de servicios públicos, había modestas misceláneas o tiendas, aunque pequeñas, para el abasto de víveres suficientes para satisfacer las necesidades de consumo inmediatas, a lo que se sumaba el transporte colectivo público sencillamente cómodo, y si, puntual y suficiente encarnado en la figura de la Ruta Apostolado.
Mientras tanto, al transcurrir de los años, el equipamiento del fraccionamiento fue aumentando. Paralela y paulatinamente, sus habitantes experimentaban la coexistencia cultural entre chilangos e hidrocálidos, en gran parte con docentes del sistema educativo de Aguascalientes, además de otras familias identificadas con oficios laborales o medios de subsistencia distintos, presentando muchos de ellos grados de marginación socioeconómica importante.
Esa infraestructura abarcaba la educacional, de salud, comercial, deportiva, de transporte e incluso bomberos, pero no la cultural. Se presentaba para los residentes de ese entorno, la posibilidad de acceder desde jardín de niños a bachillerato, a clínicas, hospitales o consultorios, deportivo o mercado de abasto alimenticio, entre otros servicios de orden público.
Si bien se trató de un fraccionamiento hasta cierto punto planificado, no obstante, la vivienda edificada era de mala calidad, sin acabados, inadecuada para la vida, prácticamente en obra negra con tan solo 40 metros cuadrados y de paredes desplomadas, a la que se denomina eufemísticamente pie de asentamiento, cuyos propietarios tendrían la posibilidad de crecerla mediante la autoconstrucción de conformidad con sus necesidades y posibilidades económicas.
En vista de lo anterior, esto ocasionaba hacinamiento con las consecuencias a la salud psíquica y de convivencia que ello genera en el núcleo familiar, aclarando que esa vivienda no fue una donación, su pago estuvo a cargo de los trabajadores del INEGI.
A pesar de contar con determinados servicios, el fraccionamiento reunía las características que lo enmarcan en la tipología de colonia popular, por ser una zona de vivienda que se localiza en la periferia de la ciudad y por ser una opción de adquisición de vivienda a la que puede acceder la población de bajos ingresos y por representar un dormitorio para la recuperación de la fuerza de trabajo de su población que habría de desplazarse a trabajar, en su dimensión, a otros puntos distantes.
Nosotros los migrantes, habitantes de ese territorio, al estar viviendo en la periferia de la ciudad, percibíamos estar aislados y al margen de la vida citadina que tenía lugar en el interior de la ciudad amurallada por los anillos de circunvalación primero y segundo.




