Mientras el jurado en Manhattan delibera por segunda vez el destino judicial de Harvey Weinstein, el nuevo juicio contra el otrora poderoso productor de Hollywood refleja mucho más que la simple revisión de un caso: es el termómetro de la vigencia del movimiento #MeToo y de los mecanismos institucionales que lo acompañaron.
La nueva ronda judicial, activada tras la anulación de su sentencia de 2020 por errores procesales, ha retomado tres testimonios clave: el de Miriam Haley, exasistente de producción; el de Jessica Mann, actriz; y el de Kaja Sokola, exmodelo polaca. Las tres mujeres lo acusan de agresión sexual ocurrida entre 2006 y 2013, incluyendo casos de violación y sexo oral forzado. La defensa insiste en que las relaciones fueron consensuadas y apunta a un trasfondo oportunista alentado por el impacto mediático del #MeToo. “Tenían cuatro millones de razones para testificar, en dólares”, ironizó su abogado Arthur Aidala.
El juicio, que se extendió por seis semanas y ahora se encuentra en fase de deliberación, no ha sido un espectáculo masivo como hace ocho años. Esta vez, las puertas del tribunal apenas vieron una decena de manifestantes. La euforia colectiva ha sido reemplazada por una atmósfera más clínica, casi post-#MeToo. Esto no significa que el caso haya perdido relevancia; al contrario, se ha transformado en un examen más complejo sobre cómo se equilibra justicia con narrativa pública.
El juez Curtis Farber fue claro en su instrucción al jurado: “Decidan con base en las pruebas, no en emociones ni en el ruido social”. Los 12 integrantes del jurado —siete mujeres y cinco hombres— han pedido releer los testimonios más crudos y revisar registros médicos, señal de que el veredicto no será una mera formalidad. En juego hay dos cargos de acto sexual criminal en primer grado y uno más por violación en tercer grado. Cada uno de los primeros podría acarrear hasta 25 años de cárcel.
Weinstein, quien ha asistido a cada jornada en silla de ruedas debido a leucemia y problemas cardíacos, ha optado por no testificar, aunque ha hablado por primera vez al final del juicio. En una entrevista telefónica con Fox, admitió haber actuado “inmoralmente”, pero niega haber cometido delitos. “Me arrepiento de haber hecho pasar a mi familia por esto (…), pero nunca actué ilegalmente”, afirmó. Su tono contrasta con el de la fiscalía, que ha sido enfática: “Él pensaba que la justicia no se le aplicaría, pero es hora de demostrar que se equivocaba”, dijo la fiscal Nicole Blumberg, antes de cerrar los alegatos.
El trasfondo del caso no es solo jurídico, es cultural. Weinstein, hoy de 73 años y con otra condena pendiente en California, personificó durante años una estructura de poder basada en el silencio, el miedo y el chantaje profesional. Su caída significó, para muchas víctimas, una pequeña victoria contra el abuso sistemático en las industrias creativas. Sin embargo, la falta de movilización social y mediática en este nuevo juicio revela una fatiga colectiva o, quizá, una peligrosa tendencia al olvido.
No es menor que mientras Weinstein enfrenta este segundo proceso, otros casos de alto perfil —como el del rapero Sean “Diddy” Combs— estén acaparando mayor atención. Si el caso de Weinstein fue el catalizador del #MeToo, su revisión se enfrenta ahora al desgaste natural de las causas que alguna vez incendiaron titulares.
La justicia, en su dimensión más pura, no debería medirse en hashtags ni en flashes. Pero negar que este juicio también se juega en la memoria colectiva sería ingenuo. Lo que decida este jurado no sólo definirá el destino de un hombre; podría también cerrar o reactivar un capítulo crucial de la lucha contra la violencia sexual en las esferas de poder.




