Desde hace décadas, Israel e Irán han interpretado la misma ópera, pero desde trincheras opuestas. Una sinfonía de amenazas, sabotajes y bombardeos que se intensifica con cada acto, hasta alcanzar —este junio— una escala inédita de fuego cruzado: la llamada Operación León Naciente lanzada por Israel el 12 de junio, y la respuesta iraní en forma de la Promesa Verdadera III. Lo que antes eran movimientos discretos y ataques quirúrgicos en terceros países, hoy son andanadas directas entre Teherán y Tel Aviv, con muertos en ambas orillas y un déjà vu geopolítico que huele a Guerra Fría versión siglo XXI.
La historia entre ambos no siempre fue así. En tiempos del Sha Reza Pahlaví, Irán e Israel eran aliados estratégicos. Pero tras la revolución islámica de 1979, el péndulo ideológico giró con furia: Irán se alineó con la causa palestina, cerró su embajada israelí y la entregó simbólicamente a la Autoridad Nacional Palestina. Desde entonces, todo ha sido una progresiva acumulación de agravios: drones derribados, científicos asesinados, acusaciones mutuas de terrorismo y una disputa nuclear que ha convertido a la OIEA en espectadora constante del drama.
Pero lo de ahora no es una escaramuza más. Es un salto cualitativo. En menos de 48 horas, Israel bombardeó más de 100 objetivos en Irán, incluyendo la planta de enriquecimiento de Natanz y las residencias de altos mandos militares. Según medios estatales iraníes y confirmaciones de las FDI, murieron figuras clave del aparato militar y nuclear iraní, como Hossein Salami (jefe de la Guardia Revolucionaria), Fereydoon Abbasi (exdirector de energía atómica) y Mohammad Bagheri (jefe del Estado Mayor). Israel no solo usó su fuerza aérea, sino que desplegó armas infiltradas vía Mossad y drones lanzados desde bases secretas en suelo iraní. James Bond estaría orgulloso.
La respuesta no tardó. Irán lanzó al menos cuatro oleadas de misiles balísticos hacia Jerusalén y Tel Aviv. El cielo israelí se iluminó con explosiones, mientras la población corría a refugios. Aunque la Cúpula de Hierro logró interceptar la mayoría, se registraron daños, heridos y al menos una víctima mortal. Teherán calificó el ataque israelí como una “declaración de guerra” y advirtió que su “respuesta aplastante” apenas comienza.
Los mensajes televisados no se hicieron esperar. Netanyahu justificó la ofensiva como un acto de autodefensa ante la posibilidad —según él— de que Irán esté a meses de producir un arma nuclear. El Ayatolá Jamenei contraatacó con declaraciones incendiarias: “Israel ha preparado un destino amargo para sí mismo”, dijo. Mientras tanto, el secretario de Estado de EE.UU., Marco Rubio, negó cualquier implicación, aunque la narrativa iraní insiste en la complicidad norteamericana. Trump, fiel a su estilo, decidió aprovechar el momento para retar a Teherán a “volver a la mesa” con un acuerdo nuclear, como si estuviera negociando un contrato de bienes raíces.
El conflicto ya se ha cobrado más de 78 muertos y más de 320 heridos en Irán, mientras en Israel hay al menos 34 heridos y daños estructurales en Tel Aviv. Las cifras son preliminares, y como suele pasar en estas guerras narrativas, cada bando canta una versión diferente del mismo bombardeo. Desde Irán se asegura que la mayoría de víctimas son civiles. Desde Israel se guarda silencio sobre sus propias bajas, lo que ya genera sospechas entre observadores internacionales.
El trasfondo del conflicto sigue siendo el mismo: el programa nuclear iraní, que según la OIEA, ha alcanzado niveles de enriquecimiento del 60%, lo que técnicamente ya lo pone al borde de lo armamentístico. Esta semana, la agencia adoptó una resolución crítica por incumplimientos graves de Irán, lo que abrió la puerta a una denuncia ante el Consejo de Seguridad de la ONU. Teherán insiste en que su programa es civil y que las acusaciones son “políticas”, pero el contexto dice otra cosa: uranio enriquecido, instalaciones reforzadas y una narrativa patriótica que suena más a disuasión nuclear que a producción energética.
Los analistas coinciden: esta vez se ha cruzado una línea. La dinámica de “acción-reacción” entre Israel e Irán ya no ocurre en las sombras ni en territorio de terceros. Ahora es frontal, directa y con implicaciones regionales graves. El Líbano, Siria, Yemen y el Golfo son piezas en un tablero que ya huele a polvorín. A esto se suma la inminente sexta ronda de negociaciones nucleares entre EE.UU. e Irán —mediada por Omán—, que podría venirse abajo antes de empezar, si las explosiones no cesan.
Irónicamente, mientras la comunidad internacional clama por “desescalamiento”, Netanyahu promete más ataques y Jamenei jura venganza. En lugar de calmar la tormenta, ambos parecen alimentar el incendio con declaraciones que podrían pasar por guión de película distópica. Pero esto no es ficción. Es el Oriente Medio en tiempo real: un escenario donde el equilibrio se mide en megatones y donde cada misil lanzado tiene detrás una historia de agravios, traiciones y ambiciones nucleares.
Lo único claro es que, con cada explosión, se aleja la posibilidad de paz y se acerca un conflicto de proporciones que podrían hacer temblar más que las sirenas en Tel Aviv. Y mientras tanto, el mundo observa, como quien sigue una serie que ya ha tenido demasiadas temporadas… y aún no encuentra su final.
