La frontera norte de México dejó de ser solo una línea geográfica: ahora también es el punto donde colisionan el desarrollo aeroespacial y los reclamos ambientales. El gobierno de Claudia Sheinbaum ha encendido las alertas tras el impacto ambiental de los lanzamientos de cohetes de SpaceX, la empresa de Elon Musk, cuyos restos ya han llegado a territorio mexicano.
El detonante fue la explosión del cohete Starship 36 el 19 de junio, cuyos fragmentos terminaron dispersos en el Río Bravo, campos agrícolas y la Playa Bagdad en Matamoros, Tamaulipas. Según medios y reportes oficiales, las piezas incluían restos metálicos y plásticos que dañaron la vegetación local, además de generar riesgos para la fauna marina, en especial tortugas y aves playeras, como denuncian grupos conservacionistas binacionales.
La respuesta del gobierno mexicano ha sido clara: habrá una revisión legal internacional que podría escalar hacia una demanda formal contra SpaceX. Durante sus conferencias matutinas, Sheinbaum ha sostenido que “en efecto, sí hay contaminación” y que su administración ya estudia qué normas internacionales han sido violadas, con el respaldo de instituciones como la Secretaría de Medio Ambiente y la Profepa, que ya realizaron inspecciones en la zona afectada.
Este conflicto no solo pone sobre la mesa las tensiones entre soberanía territorial y expansión tecnológica, sino que también visibiliza un problema que hasta ahora había pasado de largo: el impacto real de la basura espacial. A pesar de que SpaceX realiza sus lanzamientos desde Starbase, en el sur de Texas, a solo unos kilómetros de la frontera mexicana, los efectos colaterales cruzan sin permiso y sin regulación.
Las pruebas fallidas de la empresa de Musk no son casos aislados. Según informes recogidos por medios nacionales, casi media docena de cohetes de este tipo han sufrido averías en los últimos seis meses. El Starship 36, por ejemplo, perdió el control en pleno vuelo y cayó desintegrado en el océano Índico, tras fallar en la liberación de su carga simulada. Sin embargo, parte de su estructura terminó en territorio mexicano.
El gobernador de Tamaulipas, Américo Villarreal, también se sumó a las preocupaciones y exigió el cumplimiento de las distancias establecidas por normas internacionales para instalaciones espaciales. Alertó sobre los riesgos para los centros urbanos cercanos a los sitios de impacto y respaldó la necesidad de evaluaciones rigurosas.
Aunque aún no hay una demanda formal, el discurso de Sheinbaum ha sido enfático: no se trata de un incidente aislado, sino de una revisión integral sobre los efectos de estas actividades tecnológicas. “Estamos por reunirnos con el gabinete… los impactos en seguridad y ambientales son generales”, afirmó, dejando entrever que esta disputa con Musk podría ser solo el inicio de una política más firme sobre soberanía ambiental.
En paralelo, el gobierno mexicano estudia posibles sanciones ambientales y no descarta acudir a organismos multilaterales. Mientras tanto, organizaciones como Conibio Global denuncian que la explosión del cohete no solo contaminó, sino que calcinó por completo zonas de vegetación ribereña.
Lo que para Elon Musk es una prueba rumbo a Marte, para México podría convertirse en una batalla por el ecosistema fronterizo. Y aunque el debate aún orbita en la esfera diplomática, los restos del Starship ya han caído en la realidad terrestre de Matamoros.




