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viernes, diciembre 5, 2025

Participación ciudadana: ¿Un ritual sin fuego? por: José Ojeda Bustamante

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Participación ciudadana: ¿Un ritual sin fuego?

Hace poco, en una sesión con funcionarias y funcionarios públicos, alguien lanzó una pregunta incómoda: “¿Y si la ciudadanía ya no quiere participar porque sabe que no sirve de nada?”. La sala se quedó en silencio. No por desacuerdo, sino por la claridad del planteamiento.

La participación ciudadana en México se ha convertido, en muchos casos, en una liturgia vacía: foros sin retorno, consejos sin dientes, buzones de opinión que nadie abre. Hay presupuesto para escuchar, pero no siempre para transformar. Hay reglamentos, pero a menudo falta voluntad. La pregunta que flota en el aire es urgente: ¿Participar… para qué?

Mientras los mecanismos de participación no impliquen una redistribución mínima de poder, la ciudadanía hará bien en sospechar. Participar sin capacidad de incidir desgasta, no empodera. Legitima lo ya decidido, no lo transforma.

Durante los últimos años, más de 120 municipios mexicanos han reformado sus marcos legales para incluir herramientas de participación. Se han creado consejos ciudadanos, ejercicios de presupuesto participativo, cabildos abiertos. Pero la realidad es menos alentadora. Según la Encuesta Nacional de Cultura Cívica del INEGI (2020), solo el 11.7% de la población ha participado en una consulta pública y apenas el 7.8% ha firmado alguna petición colectiva. No es apatía. Es aprendizaje. Participar para nada es, muchas veces, peor que no participar.

Cuando los mecanismos participativos no inciden en decisiones reales, contribuyen a profundizar la frustración democrática y pueden reforzar las desigualdades de poder. 

Desde hace varios años imparto clases en instituciones donde acompaño procesos formativos para servidoras y servidores públicos en activo. En una de las últimas sesiones del módulo “Gobierno y Sociedad Civil”, propusimos una dinámica sencilla: que cada participante escribiera dos frases en una tarjeta. Algo que sí podía hacer desde su cargo para abrir espacios de participación. Y algo que no podía, aunque quisiera.

Nadie escribió “no quiero”. Casi todos escribieron “no me dejan”. ¿Quién no los deja? Una hipótesis que se podría mencionar apuntaría a las inercias institucionales, la falta de presupuesto, la estructura jerárquica, la narrativa que castiga el disenso y premia la obediencia. Ahí entendí algo que los libros no siempre dicen con claridad: la participación no solo depende de ciudadanos activos, sino también de instituciones dispuestas a transformarse.

Y es que, la mayoría de los manuales de participación fracasan porque parten de una premisa falsa: que el ciudadano solo necesita canales. Lo que realmente necesita es poder. Poder para decidir, para modificar lo previsto, para hacer que su voz se vuelva acción.

Entonces, ¿por dónde empezar? Primero, diseñando mecanismos con consecuencias reales. Si un consejo ciudadano no puede vetar, modificar o condicionar decisiones, no es un órgano de participación: es escenografía. Segundo, asignando recursos específicos. La participación sin presupuesto es una promesa sin cimientos. Y tercero, formando cuadros públicos que entiendan que ceder parte del control no es debilidad, sino una forma de fortalecer la legitimidad.

Porque sí: la participación no empieza con el ciudadano que exige, sino con el funcionario que permite. No se trata de abrir un foro, sino de abrir una puerta. De compartir algo del timón.

La democracia participativa no se mide por el número de convocatorias, sino por cuántas decisiones cambiaron gracias a ellas. La ciudadanía no quiere más rituales. Quiere resultados. La pregunta ya no es “¿participar… para qué?”, sino ¿qué decisión estás dispuesto a abrir hoy para que participar valga la pena?”.

@ojedapepe

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