Cuentos de la colonia surrealista
Hasta la última gota
Desde que era pequeño, era habitual ver a mi padre tomar las botellas -de vino o de refresco- tras decantar lo último de su contenido y girar su mano alrededor del cuello de la botella para, según él, «exprimir hasta la última gota», misma que yo veía caer en el vaso mientras sonreía contento y emocionado al contemplar las proezas -divertidas, además- que mi padre era capaz de realizar, puesto que por todos es sabido que las botellas no pueden exprimirse.
Con el tiempo comprendí que lo que en realidad hacía mi padre mientras giraba la botella -o eso me dije a mí mismo- era dar tiempo para que las últimas gotas pudieran llegar a la boquilla y caer al vaso. Al descubrirlo, lejos de desilusionarme, sonreí alegre por la simpleza y el efecto que generaba tan sencilla y tan divertida ocurrencia.
Seguramente -pensé- mi padre lo había aprendido de mi abuelo de la misma manera en que yo lo aprendí de él, y años más tarde repliqué la ocurrencia con mi esposa y mi hija. Toda vez que una botella de vino, jugo o refresco se vaciaba, ni tardo ni perezoso, exprimía la botella para escanciar hasta la última gota mientras mi hijas se asombraba y mi mujer sonreía.
El juego, tradición, costumbre, o como quiera llamársele se mantuvo vigente durante muchos años, incluso cruzada la mayoría de edad de mi hija, hasta que en una reunión familiar para celebrar un logro académico de ella, decidimos -o fuimos obligados a decidirlo- no volver a “exprimir” ninguna botella más.
Se trataba de una reunión normal en un día normal y nada había fuera de lo común, por lo que no existía indicio alguno de la particularidad que ocurriría. Habituadas mis compañeras a mi recurrente ocurrencia, entre pacientes sonrisas y alegres expectativas, mi hija sirvió sendas copas de vino para ella y su novio y, acto seguido, me tendió la botella para poder exprimir la última gota sobre la copa del invitado. Acto repetido incontables veces: Tomar la botella, girarla hacia abajo, colocar mi mano derecha en el cuello de ésta y girar la mano para exprimir las últimas gotas. Un giro, dos giros, tres y listo. Con la diferencia de que, en esta ocasión, lo que salió de la boquilla no fue una tímida gota sino un resentido grito feroz, cargado de ira y de reproche.
Al momento, alarmados y extrañados por la situación, las risas y charlas terminaron y dirigimos expectantes las miradas a la botella, silenciando todas las preguntas que se agolparon en nuestras mentes. Por algún motivo, con miedo y timidez, volví, empero, a intentar repetir el ritual y, entonces, un segundo grito -como si de un rugido se tratara- resonó desde el fondo mismo de la botella antecediendo a un denso humo blanco que salió a toda presión de ésta, llenando cada rincón de la estancia en la que nos encontrábamos.
Tras unos cuantos segundos -impregnados de miedo y tensión- el humo se disipó dejando en el centro de sala, prendido de la última gota que se asomaba por el cuello de la botella -que yo aún sostenía, pasmado, con mi mano derecha-, a un genio (o yinn), de ésos que sólo existen -o eso creíamos- en las fantasías de Las mil y una noches, y que, visiblemente enfadado me increpó con una retahíla de insultos -que, por respeto a los lectores, no me atrevo a reproducir aquí- por haberle despertado de su siesta y haber estrujado de manera tan violenta la botella en la que vivía. Dicho esto, saliendo por completo de la botella y arrebatándola de mi mano, se fue de mi casa dando un furioso portazo a modo de despedida, dejándonos boquiabiertos sin poder digerir del todo lo que había pasado justo frente a nuestros ojos, sin que por ello pudiéramos dar crédito de lo sucedido.
De eso ya hace un par de años y desde entonces, por acuerdo tácito, no bebemos más que agua de frutas preparadas en casa. Mi padre, en cambio, pese a haber escuchado la relatoría de lo sucedido, sí que sigue exprimiendo las botellas porque, a su decir, hay que “exprimir hasta la última gota”.




