Cuentos de la Colonia Surrealista
La fiesta de los vecinos
Tengo nuevos vecinos. Se mudaron en la madrugada del miércoles; a eso de las tres de la mañana. Son dos chicos y una chica; presumiblemente amigos o compañeros de la universidad. Dos de ellos están casi todo el día en casa y el tercero, quizás el que firmó el contrato de renta, llega por las noches y da indicaciones a los otros dos respecto a cómo deben de acomodar los muebles de la casa; razón por la cual se la pasan haciendo maniobras hasta pasada la medianoche.
Emocionados por la nueva perspectiva de tener la casa sola para ellos, tal vez por tener un férreo control paterno en sus respectivas casas, el sábado por la noche tuvieron la grandiosa idea de tener una fiesta que, literalmente, resonó por toda la colonia, puesto que, sin importarles el buen sueño de los vecinos, mantuvieron sus bocinas al volumen máximo durante toda la noche, hasta poco más de las tres de la mañana.
El resto de los vecinos, por nuestra parte, no dejábamos de gritarles, entre canción y canción, que le bajaran a su desmadre, pues había gente que intentaba dormir. De más está decir que eran vanos intentos, puesto que después de cada increpación nuestra, solamente recibíamos risas como respuesta, seguidas de una nueva canción en su reproductor de música. Aunado esto a sus gritos y sus pésimos coros, esta situación se volvió insostenible, por lo que decidí tomar cartas en el asunto.
Vistiéndome con unos jeans y la camisa arrugada del día anterior, me dirigí a la casa de mis nuevos vecinos (contigua, de paso está decir, a mi habitación) y tras estar tocando durante varios minutos les exigí, cuando abrieron la puerta, que pararan ya su alboroto o de lo contrario, llamaría a la policía para que éstos les obligaran a hacerlo.
Contrario a lo que yo esperaba, no se rieron de mí, aunque tampoco cedieron a mis exigencias; muy por el contrario, disculpándose por su descortesía, me invitaron a pasar al interior de la casa donde, en medio de miradas, murmullos y sonrisas -era yo la única persona ahí mayor de 20 años-, me ofrecieron una cerveza y me conminaron a festejar con ellos la inauguración de la casa.
Eso fue cerca de la una de la mañana. Entre cerveza y cerveza, brindis y brindis, canción y canción, pude haber amanecido en el festejo de no ser porque, de pronto, alguien hizo la observación de que ya eran las tres de la mañana, y yo, que tenía una junta de trabajo el sábado a las siete, me despedí, agradeciendo sus atenciones, prometiendo volvernos a reunir en los días próximos.
Entre protestas y peticiones de que me quedara un rato más, al final se despidieron de mí deseándome una muy buena noche. Lo cierto es que, ya tratándolos bien, pude darme cuenta que en realidad son muy amables y que sólo se habían dejado llevar por la euforia del momento y estaban aprovechando la oportunidad que la vida les presentaba ante sus casi veinte años y una casa alejada del control parental.
Casi hasta me arrepiento de haber llamado a la policía una vez que regresé a mi casa.
¿Por qué lo hice? Porque claramente les dije que si no paraban su alboroto llamaría a la policía para lo que hiciera e, independientemente de haber compartido con ellos, siguieron con la fiesta y yo, bueno, yo soy un hombre de palabra.




