Cuentos de la colonia surrealista
Un hombre resolutivo y taciturno
Después de dos semanas de juntas en los diferentes corporativos de la transnacional que representa, repartidos en tres continentes, de horas invertidas en vuelos y salas de espera y de haber dormido menos de cuatro horas por día, el hombre resolutivo y taciturno se alegra -a su manera- cuando el piloto anuncia el inicio del aterrizaje en el aeropuerto internacional Jesús Terán. En breve tomará un auto de alquiler que lo llevará a la última reunión del semestre, tras la cual -y esto lo desea con toda su alma- se marchará a su casa, a tres cuadras del bar donde se llevará a cabo el encuentro, se dará una larga ducha y dormirá por lo menos una semana entera -o eso es lo que se dice- para dar inicio de esa manera a sus más que merecidas vacaciones.
Menos de media hora después del anuncio, el hombre resolutivo y taciturno, maleta en mano, se encuentra afuera del aeropuerto pidiendo su auto de alquiler en una aplicación para tal efecto, elige como método de pago el cargo automático a la tarjeta de crédito y espera un par de minutos al coche de alquiler que lo llevará al destino elegido: Avenida Las Américas esquina con la calle Colombia, a sólo unos pasos del bar en el que le esperan.
El conductor, que bien puede llamarse Roberto, Julio o Efraín, aunque platicador, es comprensivo y sabe identificar con facilidad cuando los usuarios no se encuentran en la disposición o capacidad para charlar -por algo tiene una puntuación de 4.9 estrellas en más de 7000 viajes-. En este caso en particular no es difícil comprender que el hombre taciturno que aborda el automóvil lo único que quiere es -como decía su madre, Dios la tenga en su santa Gloria- “echarse una pestañita” en lo que dura el recorrido. Aun así, antes de iniciar el viaje, se cerciora de que los datos sean correctos y los dice en voz alta para que el usuario los confirme: “Avenida Las Américas esquina con Colombia, pago directo a tarjeta, ¿cierto?”. “Así es”, contesta el aludido. “Iniciamos el viaje”, sentencia el conductor y pone en marcha el auto.
El hombre práctico y taciturno cae dormido apenas salir del estacionamiento del aeropuerto y -salvo por un puñado de ocasiones en que, por causa de algún enfrenón, bache o claxonazo de algún autobús, se despierta por un par de segundos- pasa dormido la mayor parte del viaje que, además, le parece eterno. No se le puede culpar por ello, han sido jornadas que han llevado su cuerpo y su resistencia al límite, y el cansancio, es de todos sabido, pasa factura.
Finalmente, cuando el sol brilla en su cenit, el auto se detiene y el conductor se lo hace saber al pasajero:
-¡Las Américas y Colombia!- anuncia mirando por el espejo retrovisor y liberando los seguros.
-Gracias-, atina a decir el usuario aludido -¿quedó el cargo a tarjeta?
-Así es, señor. Disfrute su estadía- dice el conductor de forma de despedida.
Aunque encuentra extraña aquella frase, el hombre práctico y taciturno no tiene ganas de decir nada más y, tras asentir con la cabeza, toma la maleta que lleva consigo, baja del vehículo y, aún con el velo de la modorra, mira cómo el auto se aleja por la avenida que, por alguna extraña razón, se encuentra libre del tráfico habitual que suele habitarla.
Consciente, sin embargo, de que aún no termina su encomienda, se obliga a desperezarse con prisa para poder acudir a la cita con el cliente que lo espera unos pasos más adelante, de manera que estira sus brazos y espalda lo más que puede, echando su cabeza hacia atrás, recibiendo así de lleno los rayos del sol.
“Es extraño”, piensa para sí. “El sol debería de estar más bajo a esta hora”. Y es entonces cuando comienza a alarmarse ante la posibilidad de haber llegado tarde a la cita pese a que el tiempo estaba perfectamente calculado.
El hombre entonces saca su celular, que había apagado apenas abordar el coche de alquiler y al prenderlo observa que la pantalla no sólo marca un horario cuatro horas más tarde de la que había acordado con el cliente, sino que, además, la fecha no cuadra, puesto que, aunque la pantalla indica que es viernes, no se corresponde con el viernes 21, cuando aterrizó, sino que indica viernes 28, es decir, una semana después.
Extrañado, más que preocupado, activa los datos celulares y una serie de notificaciones de mensajes con reclamos y correos de voz saturan el teléfono del hombre que no entiende nada de lo que está pasando. Agobiado guarda el teléfono y comienza a mirar alrededor, como buscando ayuda, pero nada en el lugar le parece familiar en ese boulevard que, aunque con camellón, luce completamente diferente al que conoce, y los autos, el tráfico y las construcciones parecen indicarle que no se encuentra en el sitio al que quería ir, pese a que los letreros que coronan las esquinas dan fe -buena fe- de que se encuentra en la intersección de la Avenida Las Américas con la calle Colombia.
Antes de caer presa del pánico, una idea -ridícula, improbable y absurda, pero idea al fin y al cabo- atraviesa su mente y, sabiendo que nada tiene que perder, vuelve a sacar su teléfono, abre la aplicación con la que contrató el viaje y corrobora el trayecto realizado, dándose cuenta de que una larga línea azul atraviesa gran parte del continente americano teniendo como inicio el aeropuerto internacional Jesús Terán, en Aguascalientes, México, y con punto final del recorrido en Avenida Las Américas, esquina con Colombia, en la ciudad de Sucre, Bolivia, y no en su ciudad de origen.
“Por lo menos aún tengo algunos dólares en efectivo”, piensa el hombre práctico y taciturno -seguro de que ha perdido el trato con el cliente y, muy probablemente, su trabajo-, esperando que le acepten la divisa como método de pago en el bar que se asoma tres cuadras más adelante.
Por lo pronto una cervecita, se dice a sí mismo. Ya habrá tiempo de arreglar este desorden. Ya habrá oportunidad de llamar a su jefe…




