Cuentos de la colonia surrealista
Peor que mil taladros
La ola que se levanta violentamente empapa a los peatones que caminan tranquilamente por la acera.
El brusco enfrenón que la ha causado no ha sido accidental, sino planeado, con toda la intención de mojarlos. El conductor lo ha hecho a propósito. Está feliz, exultante. Ha concluido sus estudios universitarios con las mejores calificaciones y ha decidido festejarlo divirtiéndose toda la noche. Mañana presentará su examen de Grado. Un trámite solamente, una formalidad con sinodales y evento protocolario que debe de cubrir. Es el mejor y lo sabe; sus maestros le auguran un éxito rotundo pues nunca ha habido un alumno tan brillante como él. Y por ello es que ha decidido comenzar el festejo desde ahora. Nada importa. Sólo importa él. Y sus amigos, que están ahí para festejarlo.
De manera que, cuando ve a los peatones que, cuidándose de la lluvia, caminan lo más alejados del arroyo vehicular, él ni tardo ni perezoso acelera lo más que puede para frenar en seco justo en el charco que se ha formado en el crucero, provocando así la violenta ola que da inicio a este relato.
Ríe. El alcohol ha comenzado a hacer efecto y por ello se ha atrevido a hacer algo que sobrio no haría. Sus acompañantes lo celebran. El semáforo está en rojo y todos ríen su ocurrencia.
Como se ha mencionado anteriormente, no ha sido un accidente y el conductor del coche de al lado lo ve e, indignado, baja la ventanilla para censurar su acción y defender a los pobres peatones.
Se trata de un anciano calvo, enjuto y chaparro, de cejas muy pobladas, lentes gruesos y frente amplísima. Obviamente no lo toman en serio. Lo insultan, se burlan de su aspecto, difícil de olvidar, y rematan haciéndole señas obscenas con la mano cuando el semáforo cambia a verde y se alejan de ahí a toda velocidad.
La noche es joven, como él, y decide pasar el resto de la misma en el interior de un bar al que suele acudir los fines de semana. Ya es conocido por la hostess y el barista por lo que resulta toda una sorpresa para ellos verlo en ese estado de ebriedad y notar cómo dicho estado va en aumento. Pero comprenden; está festejando, está feliz y celebran su festejo. Las copas van y vienen y pronto los pedidos de copas se convierten en pedidos de botellas y la alegría festiva se trastoca en altanería pedante, especialmente hacia el mesero, que es nuevo, y que no puede seguir a la perfección el ritmo del festejo. Al no poder entender ni satisfacer al momento sus deseos y caprichos etílicos, el festejado lo insulta, lo ofende, lo humilla y, era de esperarse, la noche termina en golpes.
O en connato de golpes, la verdad sea dicha, pues debido a su grado de ebriedad no alcanza a atinar el puñetazo que lanza al mesero y termina tropezando sobre la mesa, tirando las botellas, las copas y su dignidad.
Naturalmente lo sacan del bar, no tomarán represalias, por tratarse de un viejo cliente, pero le prohíben el regreso. Sus amigos deciden llevarlo a casa a que duerma un par de horas y se prepare para su examen.
La resaca es dura, muy dura. Casi no recuerda nada y la cabeza le punza, a decir de él, peor que mil taladros, sobre todo cuando la gente habla. Pero hay que hacerlo, hay que cumplir con esta última formalidad y, por tanto, aguanta estoico la resaca al igual que sus amigos, que le acompañan, mientras hacen las presentaciones de los sinodales que evaluarán al candidato.
-Buenos días, señor Martínez -dice el sinodal principal; un anciano calvo, enjuto y chaparro, de cejas muy pobladas, lentes gruesos y frente amplísima, en un tono de voz que por alguna razón le resulta amenazante y muy familiar. -Bienvenido a su examen de Grado.




