La Columna J
Paradigmas contemporáneos de la filosofía
“Se puede enseñar filosofía, pero no se puede enseñar a filosofar”. Es una frase que, más que una provocación pedagógica, encierra una tensión profunda entre transmisión y experiencia, entre contenido y ejercicio vital del pensamiento. El tiempo va y diluye en nuestras manos, estimado lector, quedan pocos días para que este año termine de desvanecerse, y en ese tránsito inevitable hacia el cierre, agradezco su tiempo y su atención para acompañar esta reflexión. Hoy deseo detenerme en algunos de los paradigmas contemporáneos de la filosofía, particularmente en su relación con la educación, porque sigo sosteniendo que ahí se juega una de las pocas posibilidades reales de construir condiciones mínimas de equilibrio social en un mundo fragmentado.
Durante décadas, la enseñanza de la filosofía ha sido reducida, en muchos espacios educativos, a una cronología de autores, corrientes y conceptos. Se enseña qué dijo Platón, cómo respondió Aristóteles, de qué manera Kant estructuró la razón o cómo Nietzsche dinamita los cimientos de la moral tradicional. Sin embargo, ese ejercicio, aunque necesario, resulta insuficiente si no se acompaña de una experiencia formativa que coloque al estudiante frente a sus propias preguntas. Enseñar filosofía no equivale a despertar el pensamiento filosófico. Se puede memorizar sistemas enteros sin haber cuestionado nunca la propia vida. Filosofar implica incomodarse, dudar, interrogar el sentido de lo que se vive y lo que se aprende.
El pensamiento contemporáneo surge precisamente del agotamiento de los grandes sistemas cerrados. Nietzsche lo anticipa cuando afirma: “No hay hechos, solo interpretaciones”. Esta sentencia no invita al relativismo banal, sino a una toma de conciencia radical: todo conocimiento está mediado por una perspectiva, por una posición histórica, cultural y existencial. Desde ahí, la educación deja de ser un acto neutro y se convierte en un espacio político y ético, donde se decide si se forman sujetos críticos o simples repetidores de discursos. En una época atravesada por la aceleración tecnológica, el consumo de información y la espectacularización del saber, el acto de filosofar se vuelve un gesto contracultural.
Paradigmas como el pensamiento complejo, las críticas posmodernas a los metarrelatos y las corrientes hermenéuticas contemporáneas coinciden en un punto esencial: la realidad no puede reducirse a esquemas simples. Educar, entonces, no debería consistir en ofrecer respuestas cerradas, sino en enseñar a habitar la incertidumbre. Aquí aparece una de las grandes tareas de la filosofía en el aula: reconciliar al sujeto con la duda, no como signo de debilidad, sino como motor del pensamiento. Cuando Nietzsche escribe: “Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”, no está hablando solo de la voluntad individual, sino de la necesidad de sentido. La educación fracasa cuando forma individuos altamente capacitados, pero vacíos de propósito.
En el ámbito educativo, la filosofía contemporánea cuestiona la idea de un saber universal aplicable a todos los contextos. Cada estudiante llega al aula con una historia, una herida, una expectativa y una forma distinta de comprender el mundo. Filosofar implica reconocer esa diversidad sin diluirla en un discurso homogéneo. El aula, en este sentido, no debería ser un espacio de imposición, sino de confrontación reflexiva, donde el conocimiento dialogue con la experiencia. Enseñar a filosofar es habilitar la palabra, permitir que el pensamiento se articule incluso cuando no es del todo claro, incluso cuando incomoda.
La crisis social que atravesamos no es solo económica o política; es una crisis de sentido. Se manifiesta en la incapacidad de escuchar al otro, en la polarización, en la violencia simbólica y material que atraviesa nuestras relaciones cotidianas. La filosofía, lejos de ser un lujo académico, se convierte en una herramienta urgente para leer críticamente el mundo. Pero esto solo es posible si se la libera de su encierro elitista y se la vincula con la vida concreta. Nietzsche advertía: “El que lucha con monstruos debe cuidarse de no convertirse en uno”. Esta frase resuena con fuerza en una educación que, sin reflexión ética, puede terminar reproduciendo aquello que pretende combatir.
Filosofar no se enseña como se enseña una fórmula o una fecha histórica. Se contagia, se provoca, se ejercita. Surge cuando el docente deja de ocupar el lugar del que lo sabe todo y se asume también como un sujeto que pregunta. La autoridad filosófica no radica en tener respuestas, sino en sostener preguntas significativas. En este punto, la educación se transforma en un espacio de encuentro, donde pensar no es repetir, sino arriesgarse a mirar de otro modo.
Tal vez ahí radica el desafío central de la filosofía en el mundo contemporáneo: no ofrecer consuelo fácil ni certezas absolutas, sino formar sujetos capaces de pensar por sí mismos, de resistir la inercia, de construir sentido en medio del caos. Enseñar filosofía puede llenar cuadernos; enseñar a filosofar puede transformar vidas. Y en ese gesto silencioso, casi imperceptible, se juega una de las pocas posibilidades de humanizar la educación y, con ella, el tejido social que hoy se nos desmorona entre las manos.
In silentio mei verba, la palabra es poder, la filosofía es libertad.
@RobertoAhumada07




