Ambientalistas
Navidad y consumismo: la lección de El Grinch
Casi todos conocen al Grinch, una criatura peluda verde y cascarrabias, que fue creada por el Dr. Seuss en 1957 y popularizada hace apenas unas décadas, en el año 2000, gracias a la interpretación magistral de Jim Carrey. Entre sus características particulares, además de la facha exterior, se destaca que tiene un corazón “dos tallas menores” que el de cualquier otra persona, además es antisocial, pues vive aislado en una cueva en lo alto de una montaña a más de 3000 pies al norte de Villaquién, sitio que es el hogar de los felices y afectuosos; su única compañía es su perro fiel Max. Desde su guarida en el Monte Crumpit, el Grinch escucha los estridentes preparativos navideños del pueblo. El desenlace es bien conocido: se “roba la Navidad”, se arrepiente, devuelve los regalos y todo parece resolverse en un final feliz.
Sin embargo, una interpretación más atenta revela que esta historia encierra algo mucho más incómodo: una crítica profunda al consumismo y a la forma en que la sociedad moderna ha vaciado de sentido la Navidad para convertirla en un mecanismo de consumo irracional. El Dr. Seuss, a través del personaje del Grinch, cuestiona satíricamente la visión mercantil de la Navidad y pone en evidencia a quienes se benefician explotando esta festividad. Esta crítica se vuelve especialmente contundente en la versión cinematográfica, en un monólogo que el Grinch pronuncia cuando, por un instante, cree estar disfrutando de las fiestas y es nombrado señor del “Quiénjubilo”:
“Por supuesto que sí, es lo único que importa, cierto, eso es lo único que siempre ha importado, regalos, regalos, regalos, regalos, ¡REGALOS¡ ¿Saben lo que pasa con sus regalos? Todos llegan a mí, en la basura, entienden lo que les digo, llegan en su basura. Podría colgarme con todas las horripilantes corbatas navideñas que he encontrado en la basura, y la avaricia ¡La avaricia jamás termina! ¡Quiero palos de golf, quiero diamantes, quiero un caballo para cabalgarlo una vez, aburrirme y venderlo para que fabriquen adhesivos! No quiero provocar problemas, pero esto de la navidad es estúpido, estúpido, ¡ESTÚPIDO!”
Este discurso no es sólo una rabieta, es una denuncia ética. El Grinch pone en palabras una verdad que preferimos ignorar: la lógica del consumo ilimitado produce residuos, desperdicio y una relación instrumental con el mundo. Desde una perspectiva ambiental, la Navidad se convierte en un símbolo de la explotación cotidiana: recursos naturales transformados en objetos efímeros destinados, en muchos casos, a terminar rápidamente en la basura. El problema no es únicamente moral, sino ecológico: cada regalo innecesario implica energía, agua, explotación de ecosistemas y, finalmente, contaminación.
La historia también introduce una reflexión sobre nuestra relación con los otros seres vivos. Max, el perro del Grinch, llegó a su vida como un regalo navideño desechado, una clara alusión a una práctica tristemente común: regalar animales como objetos, sin considerar la responsabilidad ética que implica su cuidado. Desde una ética ambiental, esta cosificación de la vida es una de las expresiones más graves del antropocentrismo consumista.
La figura de Cindy Lou, quién refuerza esta crítica a pesar de su corta edad, cuestiona el verdadero significado de la Navidad, mientras que las figuras de autoridad que la rodean sólo se preocupan por comprar regalos, vestir adecuadamente, acumular comida y llenar la casa de luces. Cuando el Grinch destruye el árbol y los adornos, los adultos declaran la fiesta arruinada, transmitiendo a la niña la idea de que la celebración depende exclusivamente de lo material. Aquí emerge una pregunta ética fundamental: ¿qué tipo de valores estamos enseñando a las nuevas generaciones?, ¿queremos que crezcan creyendo que el sentido de cualquier celebración (y, por extensión, de la vida) se mide por lo que se consume?
Visto en conjunto, resulta comprensible que el Grinch crea que la única forma de arruinar la Navidad sea robando todo lo material: regalos, adornos, luces y comida en exceso. Tanto él como Cindy crecieron en una sociedad donde el valor no está en el vínculo, la comunidad o el cuidado del entorno, sino en la acumulación. El cuento nos confronta con una verdad incómoda: mientras no cuestionemos esta lógica, seguiremos celebrando a costa del planeta. Tal vez el verdadero acto ético no sea “salvar la Navidad”, sino atrevernos a imaginar una forma de celebrarla (y habitar el mundo) que no deje tras de sí montañas de basura y corazones cada vez más pequeños.
Esperamos que esta reflexión llegue a la conciencia de cada lector, y si este día nos da la oportunidad de desear alegría, paz y felicidad; esperamos, quienes participamos en esta columna, que ese deseo se extienda sobre toda la faz del planeta y de cada ser vivo que lo habita, pues todos los que aquí vivimos merecemos vivir y lograr nuestra plenitud, en todo momento, sin importar la especie. ¡Felices fiestas para todos!




