I. La vida es un surco en la palma de la mano que inicia en el dedo del corazón y llega hasta su origen o bien hasta su fin, según se le mire, y continúa su camino, sorteando a Dios, nombrando a los seres de la Creación, dibujando al hombre, descubriendo las emociones de su alma, rindiéndose en cada batalla a los sentimientos conjurados. La vida es un recuerdo, apenas un breve fulgor entre las variaciones oscuras de la noche de una misma idea. Sí, la vida es sueño, la vida suele ser insomnio.
II. Edgar Allan Poe nos demostró, a través de sus cuentos, obras maestras de la literatura, que toda excitación intensa debe de ser breve y necesariamente efímera, lo cual es una larga tarea, incluso eterna. Edilberto Aldán, sabedor de la doctrina “lo bueno si breve, dos veces bueno” o bien “mejor quedarse corto que decir demasiado”, muestra un impecable e implacable oficio literario en estos Fulgores breves de largo insomnio: respeta las reglas, otorga esa libertad que se merecen las palabras, para luego encarcelarlas, custodiarlas, elegir las más certeras y desvanecer las sobrantes con el soplo aquel que desaparece las virutas. Sí, Edilberto Aldán, sabedor de su oficio, se subordina a las órdenes de cada historia.
III. El hacedor de cuentos se sienta frente al escritorio. Sabe que está solo, que su trabajo exige estar solo. Una mosca burlona frota sus patas como quien hace oración. El hacedor de cuentos escudriña entre la memoria y el terror cotidiano, enciende un cigarro. Entre una y otra bocanada, como pequeñas esferas juguetonas, surgen la madre, la merienda, el primer amor, el amigo, el rencor, la pregunta. Luego, se agolpan las palabras como estruendos. Nada. De nuevo las esferas: el mar, la condena, el otoño, el espejo, la pantera. Aburrido, vuelve a soplar, otra esfera surge de su aliento. Ahora sí, el narrador está dispuesto a contar cuentos para no dormir.
IV. Edilberto Aldán concibe, y consigue, un efecto único y singular en cada relato. Cada palabra, cada frase, tiene un propósito determinado y su función es vestir los detalles significativos de la trama. Aldán es hábil en los comienzos rotundos que capturan al lector con la sorpresa del golpe inesperado. En el desarrollo es conciso, puntual, preciso, nada sobra, nada falta; sin embargo, tiene la delicadeza de dejar que el lector llene los pequeños vacíos, imperceptibles, esos elementos subjetivos que sólo él, por experiencias adquiridas y expectativas vislumbradas, puede cubrir. Aldán es hábil en los finales empleando la oración lapidaria que concluye, sin lugar a dudas, el relato, aunque permanezca por un tiempo la sensación de extrañeza o confusión, la sonrisa cómplice o la melancólica desazón.
V. Busca la felicidad y huye. La mujer está de pie en el andén y se asusta al contemplar el rostro de pesadilla. Él está necesitado de placeres solitarios, como escribir, y no requiere amasarla, atesorar las caricias que otro, cualquiera, podría prodigarle. Él, durante años, despierta cada noche y vela su insomnio. Ella duerme con el espanto de saberse vigilada. De la necesidad les brotó la fe y él le ofrece a Dios un muerto por cada ocasión en que desestimó sus llamados. Entonces, durante años, el hacedor de cuentos vela su insomnio contándole a ella su historia.
VI. Edilberto Aldán lo sabe: cada cuento requiere una receta única, específica, que le confiere particularidad, autonomía e independencia. Pero ése no es el secreto: la astucia, sagacidad o perspicacia es el ingrediente personal indispensable. Pero tampoco ése es el secreto: la tenacidad, constancia u oficio deben regir el desempeño literario. Pero no es suficiente: el placer y la pasión, el impulso y la exigencia.
VII. Efímero el placer de fumar, como el amor, y el hacedor de cuentos elabora su cartografía con cada relato, pues sabe que morirá de insuficiencia respiratoria. Pero no fuma.
Foto: Gilberto Barrón




