Abrir o no abrir los paquetes electorales no es el dilema, la verdadera contradicción se encuentra en acatar o no acatar las políticas de Estado emanadas de las instituciones democráticas y los resultados derivados de su estricta aplicación, que los mexicanos nos hemos dado en los últimos veinte años.
Alan Wolfe, un experto analista y marxista crítico del Estado Liberal, desde el epicentro mismo del poder capitalista, el Nueva York de los años setenta, produjo una obra cimera en un tema clave de las “democracias liberales”: ¿cuánto Estado es aceptable y cuánta sociedad es necesaria, para hacer viable la función superior de la autoridad política? En Los Límites de la Legitimidad (1977), él lo fraseó así:
“Quienes por una parte negaban la realidad del Estado, contribuían por la otra a su poder. El pensamiento político se volvió algo confuso y contradictorio, que se desplazaba de un lado a otro con soltura, desde un profundo disgusto hacia el poder político hasta una apasionada apología de su ejercicio”.
Contradicción que resulta de creer que la mayor liberalidad en el funcionamiento de la economía mercantil capitalista es el ideal para la vida democrática contemporánea y que, por tanto, el achicamiento y reducción del Estado como centro de poder es el ideal libertario al que debe aspirar una sociedad moderna. El problema reside, sin embargo, en que la pretendida contención del poder político estatal camina exactamente en sentido contrario de su posibilidad para satisfacer los mínimos de bienestar de la sociedad a la cual gobierna, misma que le exige la oferta de condiciones y oportunidades para un digno desarrollo.
Este punto en tensión hace que el Estado, al no poder satisfacer las expectativas ciudadanas de crecimiento, bienestar y acceso a estándares exigibles de calidad de vida, cae por la pendiente de la ilegitimidad de su autoridad suprema. Y, en la medida que pierde legitimidad, aumenta la condición de ingobernabilidad de la misma sociedad que le da sustento.
Esta es la paradoja en que están inmersos los gobiernos de los países democráticos del capitalismo contemporáneo, de rostro fundamentalmente neoliberal.
México está recién por salir de un proceso electoral acuciosamente controlado, vigilado, supervisado, observado nacional e internacionalmente hablando; y uno de sus contendientes a la Presidencia de la República, Andrés Manuel López Obrador, demanda la reapertura total de los paquetes electorales, argumentando inequidad, “compra de conciencias” y una derrama dineraria por encima de los límites exigidos por la ley. Exige la “limpieza” de la elección presidencial. Y esto por la vía de reconteo de “voto por voto, casilla por casilla”. Entendámonos, el problema de fondo no reside en recontar masivamente todos los votos de la elección, sino en un supuesto del mismo actor político que denuncia: que consiste en la posibilidad de corromper y de dejarse corromper, para emitir el voto personal en un sentido partidista determinado o en otro.
Por lo que siguiendo estrictamente el hilo de esta argumentación, el proceso efectuado en la jornada electoral del domingo 1 de julio pasado, no contiene ni la materia ni los procedimientos para evidenciar las supuestas prácticas corruptoras o corruptibles, a su vez. El conteo es un ejercicio físico de sumas y restas de boletas electorales, conformación de actas con base a los resultados, acopio y remisión de éstas a los distritos electorales constituidos para esta elección; finalmente, su concentración tanto matemática como física bajo resguardo del IFE, y divulgación pública de los resultados globales, que señalan un ganador concreto, por tipo de elección.
Es evidente que el duende o el fantasma que tan afanosamente buscan quienes no se ven favorecidos por la voluntad universal, mayoritaria y popular se esconde en algo que todavía de manera borrosa se asoma, pero que va tomando ya ciertos rasgos reconocibles y que tal parece se trata del fenómeno generalizado de la desconfianza.
A estas alturas, no debiera extrañarnos que la excepcional y respetable Encuesta Mundial de Valores (World Values Survey), en sus últimas cuatro reediciones a partir de 2008, ante la pregunta hecha a los mexicanos: “la mayor parte de la gente es confiable”, respondimos en un voluminoso 71.1 por ciento que al respecto: “no puedo dejar de ser demasiado cuidadoso”, es decir somos profundamente desconfiados. Sólo un 27.2 por ciento respondió afirmativamente.
Los canadienses responden prácticamente en sentido inverso, sí pueden confiar en la gente. Y se refleja en sus elecciones políticas, en que jóvenes estudiantes son convocados a prestar sus servicios para recibir y contar los votos, con una somera capacitación previa y un pago justo por sus servicios prestados a la patria. Este procedimiento no despierta sospechas ni denuncias por fraude electoral.
Las razones de nuestra congénita desconfianza pueden tener innumerables justificaciones y aun raíces históricas, pero es un hecho innegable que tener como punto de partida la no concesión de buena fe o buena voluntad, nos conduce a prejuzgar cualquier resultado, a conjeturar acechanzas, ataques y conductas malévolas en nuestra contra.
Me ha impresionado profundamente, el hecho de que este miércoles pasado, los titulares de las serias empresas encuestadoras que realizaron el monitoreo –algunas de ellas semana por semana, y casi de día con día- tuvieron que manifestar ante los medios informativos que habían errado, debido a la abierta diferencia que resultó de su estimación final entre el puntero de la elección presidencial y el segundo lugar, que cifraban en un 10 u 11 por ciento, contra el resultado real de 6 por ciento, en la ventaja. Las tendencias marcadas sí fueron consistentes, la cantidad de puntos porcentuales de diferencia, no. La sobreestimación del candidato del PRI fue patente.
Y de inmediato surgen las hipótesis, es cuestión del modelaje que se aplica, o las personas encuestadas no responden con la verdad; dicen votar por alguien y, al final, votan por otro. Nunca como ahora sobran evidencias gráficas, documentales y digitales, transmitidas a la velocidad del Internet. Por lo que, reitero, el riesgo de fraude electoral, si lo hay, reside en la propia conciencia individual, activada por la opción de enajenar su opción a un interés que sí carga una intencionalidad propia, ya sea oculta o manifiesta.




