El mexicano se mueve en manada, casi siempre. Muchos creen que los enjambres de mexicanos son impredecibles y esencialmente azarosos. Pero la psicología de masas, la teoría del caos y las estadísticas muestran lo contrario, la predictibilidad, de hecho, es una de sus características más acuciantes. La turba mexicana se mueve intermitentemente entre la quietud y el sobresalto en ciclos de regularidad puntual. Basta con que un miembro se instale de lleno en la manía o la depresión para que la enfermedad se esparza con velocidad virulenta a todo el grupo. Si un tábano pincha a un mexicano en los cuartos traseros, este pegará tremenda carrera del susto, los que estén a su lado harán lo mismo y así sucesivamente hasta que todos se muevan en conjunto en estampida irracional y temerosa, hasta que eventualmente se agoten, disminuyan el paso, se detengan y comiencen a pajarear y cuchichear de nuevo, envueltos por una sensación de confianza y tranquilidad abrumadoras. El mexicano en grupo practica siempre formas elementales, toscas y agrestes, de comportamiento y convivencia, no importa si se trata de democracia, familia, empresa, ocio o academia, la sofisticación y refinamiento –o, si se prefiere, todo aquello que englobamos con las palabras “civilización” y “cultura” en oposición a “naturaleza”– no están presentes cuando el mexicano bulle al son del montón. A la horda mexicana no le alcanza para oscilar en diversas direcciones e ir describiendo un baile de espirales infinitas, su vaivén es categóricamente disyuntivo y todo dilema tiene dos cuernos y sólo dos: miedo o codicia, flaqueza o arrojo, cordero o lobo, rebaño o jauría. El mexicano, opus versus naturam, es un animal, aunque la hipocresía ambientalista políticamente correcta lo entienda al revés e invierta las contradictio in terminis que se antojaban naturales, ahí sí, y de buen sentido común, con lo que tendríamos que, por ejemplo, el animal es humano, en general, o que el buey es mexicano, en particular, pero ese es otro tema. Honestamente, no sé por qué a muchos les sigue sorprendiendo tanto y por qué siguen fluyendo ríos de tinta al respecto. Cada que el hatajo de coterráneos se comporta como vacada, piara, mulada o jauría feroz, no falta el periodista, intelectual o académico que ve un titular de primera plana o de sección policiaca en ello, invoque el concepto de civilización o se persigne en nombre de la Ilustración. Ya sea en un linchamiento pueblerino de justicia a rajatabla, en las tribunas invadidas de sabihondos o en las calles pobladas de exigencias marchantes, el mexicano siempre tiene la razón, en grupo. Para el caso mejor habría que traer a colación los conceptos de clan o tribu, que visten como mandados a hacer. Si usted desea adoptar un mexicano, sepa que adoptaría a un vertebrado que proviene de una manada peculiar, que el tipo de sociabilidad del mexicano es muy específico, osco y desconfiado, y que de entrada cobra derecho de piso.
Los mexicanos son socialités de clóset o, si se prefiere, huraños con amigos. ¡Viva el rebaño! Nunca quieren andar solos, van en grupo, pero no sin una buena dosis de desconfianza paranoica de sus congéneres que los rodean. ¡Muera el rebaño! La manada, aquí, es amiga y enemiga, protección y amenaza. Los mexicanos no se parecen a los lobos o a los búfalos o a las vacas o a los perros, si hubiera un animal que los representase alegóricamente sería el chihuahua de Paris Hilton, Tinkerbell: siempre entre gente, pero escamado de las manos que lo rodean, siempre dispuesto a soltar una mordida artera al que ose, simplemente, tocarlo a él o al pequeño bolso de marca, transporte y guarida de lujo, desde donde otea el mundo. El mexicano es así, como un chihuahua, gregario de urbanidad ensayada y, a un mismo tiempo, pasivo misántropo endemoniado. Si está entre sus planes adoptar un mexicano, siga los siguientes pasos concienzudamente, no vaya a ser que su mexicano se haga de una turbamulta de generación y combustión espontánea y le den montón.
Primer paso: procúrele a su mexicano un nutrido grupo de amigos, de preferencia imaginarios para no increparle los nervios. También sirven para el caso los juguetes con forma humana o animal, aunque seguro terminarán desmembrados en un arranque de usos y costumbres.
Segundo: enséñele a cavar cuevas, construir casas de árbol de difícil acceso o mazmorras de cartón en la azotea. Fomentar y estimular las habilidades del eremita es fundamental para desarrollar técnicas y temple en uno de los deportes nacionales más practicados, acaso el que más, el ascetismo en sociedad .
Tercero: tapie las ventanas de su habitación y hágale pasar largos ratos en el desierto del clóset o de debajo de la cama. El silencio y la oscuridad, pater familias dixit, forjan el carácter. Quién sabe, quizá con el tiempo su mexicano aprenda a estar solo o acompañado, aunque no tenga la razón.
Preguntas frecuentes: ¿el mexicano vive en grupo? Sí. ¿El mexicano piensa en grupo? No. ¿El mexicano ama en grupo? Depende.




