El político parroquiano suele repetir la frase hasta el cansancio. Por igual la utiliza en bodas, bautizos, primeras comuniones, pero sobre todo, en momentos aciagos, cuando su aspiración electoral o promoción burocrática se complica en el difícil tránsito: “Estoy preparado para ser, no ser y dejar de ser”, dice de dientes para afuera.
Muy pocos son los gobernantes que están mentalmente educados para, al concluir el encargo, retirarse con dignidad del servicio público y retomar tareas profesionales que le distingan en la sociedad.
Otto Granados, en el texto El ciclo fatal del poder, analiza el dramático oficio de “ex”, muy semejante al papel de la tierna cenicienta a la que se le acabó el soñado baile y regresó a la mundana realidad:
Por regla general, el poder desgasta, aunque, se dice, desgasta más la oposición: el no poder.
Pero en países como México, donde la institucionalidad es baja, la meritocracia casi inexistente, la ciudadanía débil y la fortuna económica depende mucho de las conexiones, dejar el poder suele en ocasiones ser devastador y los gobernantes viven esa experiencia casi como una tragedia.
El ciclo de ascenso y abandono es bastante predecible.
Las horas de triunfo permiten descubrir en los hombres y mujeres que llegan al poder virtudes y cualidades hasta entonces ignoradas; de pronto son vistos como inteligentes, brillantes y talentosos, porque entre otras cosas quizá lo sean, pero sobre todo porque ofrecen ser el camino para construir relaciones rentables, tomar ventajas económicas y en algunos casos complicidades concretas, y disfrutar de los placeres de la corte y los privilegios de la influencia.
Unos, con más éxito, elegancia y astucia que otros, proceden a la seducción de la gente con poder a través de los regalos, los negocios, los viajes y el trato social; fabrican en ella, y frecuentemente en sus familias, menos avezadas en las truculencias de la política, un imaginario en el que los afectos y amistades parecen de toda la vida y la gente con poder empieza a sentirse cómoda en ese mundo porque siente que lo merece, que al fin es valorado y que, de una forma u otra, va a durar para siempre.
Es la expresión, diría Freud, del deseo de poder, una necesidad casi compulsiva de diferenciarse de los demás, de sentirse alguien distinto, único e irrepetible, y reconocido como tal.
Pero como las sociedades son crueles por naturaleza y sus élites implacables, esa aura desvanece con los años y arranca la fatalidad del ciclo. Primero dentro del equipo y del gobierno porque la política es una competencia, con frecuencia salvaje, y sobrevivir y progresar en ella dependen de las alianzas, normalmente efímeras y cambiantes, o de la aniquilación. Ya se sabe que en política la amistad es de mentiras, pero la enemistad demasiado real.
Luego todos aquellos que al inicio sedujeron a los poderosos porque eran útiles empiezan a distribuir mejor sus devociones, con independencia de filias y fobias políticas o partidistas, y, más tarde, a mudarse completamente de establo porque ello es indispensable para saltar al siguiente sexenio y tejer nuevamente la red con los nuevos poderosos.
Por último, finiquitan las lealtades, comienzan las traiciones y los ajustes de cuentas, aparece la venganza, las virtudes se vuelven vicios, los aplausos cesan y los cojines, como en una mala tarde, caen sobre la arena. Los teléfonos ya no suenan; no hay decisiones que tomar ni agenda que atender ni órdenes que dar; los regalos dejan de llegar y las invitaciones escasean. Y lo demás es silencio.
Allí surge el dilema casi existencial: reinventarse y tener una vida activa y productiva o rumiar las amarguras e ir muriendo poco a poco. Es el ciclo del poder (La Razón, 2/11/2012).
Porque alguien tiene que escribirlo: Quizá porque llegó rápidamente por el elevador, sin haber pisado los escalones de la interminable escalera, como buen principiante. Tal vez porque disfrutó poco el inmenso poder. A lo mejor la añoranza es mucha, el tiempo sobra y la oficina está más desierta que el Sahara. Pero Felipe González González se resiste a dejar el escenario político para regresar a sus negocios, o prefiere combinar ambas actividades, poniendo un ojo a la caja registradora y otro a la grilla barata, donde los enemigos carecen de su talla y peso.
Triste papel el del ex gobernador de Aguascalientes, que a estas alturas de su destacada biografía, se haya metido al nauseabundo vecindario para pelear, como principiante de la real politik —con escupitajos, patadas voladoras y piquetes de ojos de por medio—, la joya de la corona electoral 2013.
La ambición se le salió de borde con tal de “servir a Aguascalientes”, claro, y lanza el penúltimo zarpazo porque su cachorro fue severamente maltratado: Simba sufrió el humillante desprecio de Jorge López Martín y conejitos (chiquitos y orejones) que le acompañan en bochornoso espectáculo.
El Rey León de la selva panista está muy herido, no sé si de muerte, pero por lo pronto, la sed de venganza (y el respeto a la ley, argumenta) lo lleva a presentar su aspiración a la Presidencia Municipal de Aguascalientes.
Separarse de las cosas materiales no es una cualidad que distinga a los seres humanos. Perpetuarse en el poder es una inmoralidad que caracteriza a los políticos convertidos en caciques. Sabia virtud de retirarse a tiempo. Opino.
marigra@infosel.net.mx




