El 8 de marzo es el Día Internacional de la Mujer. Si bien la fecha originalmente estaba dedicada a la mujer trabajadora, con el paso de los años amplió sus alcances. Poco tiempo después de que se estableció la conmemoración, el 25 de marzo de 1911, murieron más de 120 mujeres —y sólo 17 hombres— en un incendio en una fábrica de camisas de Nueva York. Los administradores habían cerrado las puertas de acceso a las escaleras de emergencia; quienes no murieron por el fuego, murieron porque tuvieron que saltar de los pisos octavo, noveno y décimo del edificio, entre ellos una pareja que antes del salto se besó. La tragedia contribuyó a mejorar las medidas de seguridad en las fábricas de los Estados Unidos y sirvió para fortalecer el movimiento por los derechos de las mujeres; también se incorporó a los hechos que debemos recordar cada 8 de marzo.
Por supuesto, la tragedia de la fábrica no puede ser tema de fiesta. Eso no se puede celebrar. Sin embargo, recientemente tal imposibilidad se ha extendido al Día Internacional de la Mujer. La costumbre, muy arraigada en decenas de países, de regalar flores a las mujeres en su día, poco a poco es tachada de machista. Aparecen notas en las redes sociales en que se desprecia a la mujer que acepta los regalos y al hombre que los da (e incluso a las mujeres que regalan a otras mujeres).
Insisto, la tragedia de la fábrica, así como la prevalencia en nuestros tiempos de la inequidad entre mujeres y hombres en los ámbitos laboral, familiar y social no pueden celebrarse. Tampoco se deben negar las razones originales de la conmemoración del 8 de marzo. No obstante, me resulta difícil entender por qué la memoria de lo terrible no puede convivir con el festejo de lo adorable. No imagino, o no quiero imaginar, un mundo en que dejemos, hombres y mujeres, de celebrar lo femenino. Celebración no es banalidad, regalar no es imponer, recibir no es ceder, memoria no es resentimiento.
Y el ímpetu reivindicador no se detiene ahí. El Día de la Madre ha pasado de ejemplo de cariño a prueba de desamor, dedicar un día a nuestra madre se lee como la prueba irrefutable de que el resto del año la despreciamos. En el Día del Niño, cuando miles de familias optan por festejar, los noticiarios aprovechan para recordarnos la injusticia, el abuso, el desamor. No me parece que haya que negarlo, no me parece que haya que soslayar los problemas, pero ¿en serio?, ¿lo más efectivo que hemos encontrado para combatir el trabajo infantil, la corrupción de menores y la pornografía es dedicar horas y horas cada 30 de abril a hacernos sentir culpables por celebrar a nuestros niños?
No se diga el 14 de febrero. Nos ha sido impuesto, es una conspiración comercial, el capitalismo rampante nos coacciona, nos queremos por obligación. No importa que te guste, que sinceramente lo festejes, que al final del día te sientas feliz por haber visto, escuchado, tocado, olido y gustado a la mujer que adoras, tu felicidad es falsa, o cuando menos vicaria. Ni se te ocurra festejar la Navidad, ahora lo in es quejarse, preferir encerrarse en el cuarto, hacer cara de fuchi, declararse enemigo de la ensalada rusa y la pierna adobada.
La Universidad Autónoma de Aguascalientes ha cumplido 40 años. Y los universitarios lo celebramos. Seguramente en este tiempo se han cometido errores. Posiblemente no somos Yale, todavía. Quizá haya maestros ineptos, alumnos tramposos y egresados mediocres. Cuatro décadas son suficientes para equivocarse de vez en cuando y también para acertar con frecuencia. Sin embargo, nuestros médicos salvan vidas; nuestros arquitectos diseñan edificios para universidades estadounidenses; nuestros administradores crean, fortalecen y encumbran empresas; nuestros ingenieros agroindustriales producen cerveza y exportan ajo; nuestros contadores hacen auditorías alrededor del mundo y nuestros ingenieros en electrónica ganan competencias internacionales. Aciertos hay miles, muchos de nuestros abogados son eminentes; errores también, algunos abogados nomás parlotean.
¡Vamos Gallos!




