Tengo la percepción cada vez más firme, de que en este siglo XXI se darán grandes luchas por la ética; es decir, en contra de la moralidad aparente, de la honradez aparente, de la lealtad aparente, de la honorabilidad aparente, en fin, de la justicia aparente. Esta hipocresía que les seguimos imponiendo a nuestros descendientes como única forma de vida posible y que tiene tan confundida, desorientada, hastiada y amargada a nuestra juventud. Y seguramente será esa juventud la encargada de dar las luchas que no hemos sabido dar nosotros.
No sería la primera vez que esto sucediera; ya lo intentaron los mensajeros de la buena nueva integrantes de esa prodigiosa generación que Edmond Schuré plasmó en el hermoso libro que tituló Los grandes iniciados, entre los cuales comprende, en la última etapa de los cinco siglos anteriores a nuestra era, a Orfeo, Pitágoras, Buda, Platón y finalmente Jesús, el ungido o mesías que los judíos se negaron a reconocer como el redentor que aún esperan.
Ya lo acometieron también -entre otros- los humanistas del Renacimiento que pretendieron regresar a los orígenes de la doctrina cristiana, tan pervertida por la corrupción entonces reinante en el mundo “occidental”, en una situación muy similar a la que estamos atravesando ahora y contra la cual se está manifestando su nuevo pastor Francisco, el primer papa latinoamericano, más cercano que los anteriores a la Teología de la Liberación.
Y lo emprendieron, asimismo, contemporáneos nuestros como Thoreau (en el siglo XIX), Tolstoi, Gandhi o Juan XXIII (en el siglo XX), maestros que nos recuerdan que el único camino que lleva a la paz con justicia, es el amor al prójimo y el desprendimiento de las posesiones materiales.
Como producto del Renacimiento y la rebelión de las monarquías del septentrión europeo en contra del centralismo teocrático romano, la Revolución Industrial marcó el fin del oscurantismo medieval absolutista, con base en la deslumbrante teoría filosófica compendiada en el lema: “libertad, igualdad, fraternidad”, bajo el novedoso y radical principio de que la soberanía de las naciones no reside en Dios sino en el pueblo, con lo cual se eclipsó el papado como transmisor del poder hereditario.
Abrevando en el pensamiento francés y en la acción de la atrevida y naciente burguesía inglesa, los puritanos que fueron expulsados o huían de aquella pecadora sociedad llegaron al Nuevo Mundo buscando la tierra prometida, pero finalmente desistieron de sus propósitos metafísicos y crearon un nuevo país al independizarse de la corona británica.
Estados Unidos de América surgió entonces como un nuevo modelo de nación, predicando una interpretación moderna de la democracia griega. Muchas naciones del mundo y principalmente de América Latina, imitamos al portador de la buena nueva: desde su nombre no propio Estados Unidos hasta su sistema federal.
Pero he aquí que la teoría filosófica fue muy pronto mutilada por la práctica descarnada de la libre competencia, pues del admirable lema positivista original fueron diluyéndose poco a poco la igualdad y la fraternidad, quedando sólo el primer concepto, pero corrompido: es el que ahora tanto se ensalza en todo el mundo como la libertad de comerciar, de enriquecerse, de manipular, en fin, el libertinaje de los mercaderes apoyados por sus aliados tradicionales: los gentiles que dominan por la fuerza de la ley y la charlatanería; los centuriones que destruyen las soberanías ajenas con el pretexto de defender la del mundo supuestamente libre, al que esquilman; y los nuevos escribas y fariseos hipócritas -como los llamó Cristo- que dominan las conciencias por el fanatismo que crece como la mala yerba en el erial de la ignorancia y el temor a un castigo imaginario en un fuego eterno igualmente quimérico.
Así ocurrió que desde su propio nacimiento, al país ejemplar que todos creían impoluto y excelso le brotaron los colmillos del lucro liberal que desembocó en el capitalismo expoliador y en el apetito de conquista. El resultado fue que aquél recién nacido en el pequeño territorio de las trece colonias iniciales se convirtió por medio del fraude, la traición y el pillaje en la potencia más poderosa de la historia.
Y ahora, enarbolando el nombre de Dios, de la Ley, de la Libertad y de la Democracia, ese país extorsiona, invade a sangre y fuego, saquea las riquezas de los países desvalidos y se nutre, como las hienas, de la carroña de los muertos. Además se enriquece destruyendo el equilibrio ecológico porque es tan ególatra, que no le importa que sus propios descendientes languidezcan en un planeta depredado. Pero aquí no pasa nada. La ONU, a la que ultraja el imperio con la más tranquila insolencia, no es más que el parapeto que utiliza para simular que hay democracia en el mundo. (Concluye el viernes próximo).
Aguascalientes, México, América Latina
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