Todos queremos que los niños y adolescentes lean: papás y mamás, docentes, directivos de escuelas, autores, editores, autoridades de la SEP, librerías… sí, todos. Tanto, que se promueve en anuncios espectaculares “Lee 20 minutos diarios”. Por supuesto, no te dicen qué. Podríamos pensar que es para que cada quien ejerza su libre albedrío lector, pero tiene su lado oscuro. Por ejemplo, un anuncio de conocida librería podría interpretarse como que leer 20 minutos de espectaculares sería suficiente. Y pues no.
Otros anuncios que me parecen lamentables son los que nos muestran a determinados autores leyendo sus propios libros. Uno de ellos, por ejemplo, muestra a Yordi Rosado en medio de un desierto, recargado en un camello echado en la arena, clavadísimo en su libro de consejos para adolescentes o para padres de adolescentes (clavado en el libro Yordi, no el camello). Alberto, mi esposo, que es todo un mal pensado, me dijo al verlo: parece que Yordi Rosado se fue al Sahara, se perdió en el desierto y sólo cuando su camello comenzó a agonizar y hubo que aceptar que nunca lo rescatarían, dijo: “bueno, ya qué: voy a leer mi libro, a ver de qué va”.
Ya nomás faltan comerciales con famosos que no sepan ni agarrar un libro pero digan “Yo ya leí hoy. ¿Y tú?”. –Miento: esos comerciales ya existen. Pero no creo que sirvan, la verdad. Dudo mucho que una persona que no tiene el hábito de la lectura tome un libro nada más porque un futbolista o una cantante pop dice que leen. Porque leer no es tan fácil para quien no lo hace consuetudinariamente: ¿dónde consigo un libro?, ¿con qué libro empiezo?, ¿qué hago si no me gusta?, ¿y si sí me gusta, qué?
Alguien con más experiencia puede decir: “Pues vas a la librería y pides algo” o “Entra a la biblioteca y lee gratis”, pero en realidad estas experiencias pueden ser tan apabullantes para quien no las ha acometido como ir a apostar en la bolsa de valores o asistir a una tocada underground de rock urbano si uno nunca lo ha hecho. Me consta: aunque me gusta leer desde hace mucho, mucho tiempo, mis encuentros con las bibliotecas siempre habían sido azarosos: me metía a vagabundear entre los libreros y tomaba el primero que me llamaba la atención. La primera vez que quise consultar un libro específico me la pasé bastante mal entre ficheros y clasificaciones ¡y eso que me considero lectora! (y que tenía el título exacto y el autor de la obra que fui a buscar). Es cosa de empatizar un poco para imaginar lo estresante que puede resultar la experiencia para quien tiene la curiosidad o la buena intención de acercarse por primera vez a la lectura.
Y no es mucho más sencillo en las librerías: claro, no hay que hurgar en ficheros o estantes altísimos, donde sólo se puede ver un número de clasificación en el lomo en vez de vibrantes y maravillosas portadas; pero hay que enfrentar acomodos caprichosos y políticas raras, como la de que “un libro de más de tres semanas en el mercado es un libro viejo”, por no hablar de personal no siempre conocedor ni comprometido, uff. (Conste que hice énfasis en “no siempre”: he conocido personal de librería apasionado y muy entusiasta).
Lo peor del caso es que muchos de los arriba mencionados (padres, maestros, etcétera) tampoco son muy duchos en el arte de leer y exigen a sus hijos que vayan y se construyan un hábito lector desde su sillón frente a la tele o su lectura exclusiva de periódicos (si acaso). Me recuerdan a la señora que le servía a su hijito un plato lleno de brócolis y chayotes mientras ella se zampaba un pastel de queso con fresa y decía “Cuando crezcas podrás comer lo que tú quieras. Mientras: verduras, son buenas para tu salud”. El plato del niño era deprimente, y peor en contraste: ¿no podía la mamá ponerle un plato que al menos se viera divertido o servirse ella misma brócolis y chayotes y hacer de la comida sana una complicidad o hasta un juego?
Todo esto lo digo porque el hábito lector se contagia de un modo muy simple: leyendo. Si alguien ve que devoramos unas jícamas con harto limón y chile piquín, seguro nos pedirá unas probaditas o correrá a comprarse una ración. Igualmente, si alguien nos ve clavadísimos en la lectura, al menos tendrá la curiosidad de asomarse a lo que estamos leyendo: pedirá esa probadita. Y nadie estaría llorando porque los niños y adolescentes no leen. Más bien estaríamos pactando con ellos: “Termina tu tarea y luego sigues leyendo” o “En clase no, pero cuando acabes los ejercicios de matemática sí puedes seguir con tu libro”.
Claro, la dificultad para hacer el hábito lector es igual o mayor en el caso de los adultos: ¿qué leo, dónde, a qué hora? ¿Por dónde empiezo, cómo sé que un libro vale la pena? Pero hay salvación, seguro que sí.
La próxima semana les platicaré de un caso exitoso de promoción de la lectura y algunas estrategias que, me parece, podrían funcionar. Mientras, buenas noticias: si leyeron esta columna despacito, ya cumplieron con su dosis de hoy, según los anuncios.
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