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viernes, diciembre 5, 2025

Maná / Minutas de la sal

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Es curioso, a pesar de que no vivo en una ciudad donde nieva, me basta ver cualquier dibujo de un paisaje nevado, un copo o un muñeco de nieve para saber que ése es el icono de invierno. De entrada es un absurdo, pero es lo que uno ha aprendido desde la infancia, acaso por razones comerciales o por la cercanía con los Estados Unidos; aunque la nieve también es propia de otros países y otros continentes. Esa iconografía invernal es casi un dogma de fe: no, nunca he visto la nieve, pero sé que es invierno. Lo mismo ocurre con ciertas creencias, y ocurría con los mitos y las leyendas.

Aunque la nieve no existe en mi ciudad, no puedo negar la llegada del invierno. Lo mismo me pasa con ciertos mitos: no puedo negar la historia completa. En algún momento de la historia, cuando pensamos que el positivismo nos daría todas las respuestas, asignamos a la palabra mito la terrible acepción de mentira. Los mitos no son verdad, dicen, son producto de la superstición y la ignorancia, dicen; pero en este siglo XXI, sé que la ciencia tampoco tiene todas las respuestas, sé que muchos de esos mitos tienen algo de verdad. Nadie niega que los diluvios de las distintas mitologías ocurrieron: fueron devastaciones locales, terribles en su momento, que pasaron a la memoria colectiva. Igualmente se cree que las historias de gigantes son remembranzas de cuando nuestra especie tuvo tiempo de convivir con otras especies humanas. Hasta puedo asegurar que los dragones existieron, porque en alguna tradición oral se pudo conservar el relato, algo alterado, de un dinosaurio volador sobreviviente que algún ojo humano llegó a contemplar.

Me gusta imaginar que algo así ocurre con el maná bíblico, ese alimento divino que cayó del cielo para que el pueblo elegido no sucumbiera ante la adversidad del desierto durante el éxodo desde Egipto. No sé si eran trozos de pan, galletas o croquetas. Explican los estudiosos que la palabra proviene de Man Hou (¿qué es?). Nunca sabremos si el maná era líquido o sólido. Caray, menos sabremos la receta. Sólo sabemos que los salmos dictan que es el alimento celestial: el trigo del cielo y el pan de los ángeles. Lejos de la mesa y de las papilas gustativas, la simbología espiritual del maná es profunda: es el alimento del alma.

A pesar de la imposibilidad, me gusta imaginar qué era, si en verdad cayó del cielo, si fue acaso una nevada esporádica en un lugar de sequía, si ese cambio de temperatura bastó para que germinara lo latente o para que los pobladores del lugar pudieran cultivar lo incultivable. O simplemente causó tal maravilla que todos lo vieron como un buen designio y esperaron cosas buenas en sus vidas. Bien mirado, otras cosas han caído del cielo, además del agua. Como esos extraños fenómenos meteorológicos, en los que llueven ranas o peces. Un pueblo bien agradecido debería proceder a guisar zarandeados o ancas. Aunque creo que los dinosaurios no estarían de acuerdo conmigo, ¿qué viandas salen de un meteorito?

En fin, el invierno y las fiestas se acercan. Ya no me importa recordarles que la festividad de la época tiene sus raíces en la esperanza de llegar a la primavera, de que la especie sobreviviera la temporada aciaga, de que las reservas de comida fueran suficientes hasta las siguiente recolección y cosecha, porque en algún momento dejó de caer maná del cielo. Y no creo que vuelva a caer. En verdad tenemos alimento suficiente en esta tierra, sólo que mal repartido. Muy mal repartido. Todos lo sabemos. Suena tan sencillo: está mal repartido. Algo tan básico: el alimento. La solución sería simple: repartirlo. Pero no, en todos los inviernos que he vivido en este planeta no he visto aplicar tal simplicidad. Unos dirán que el mundo es más complejo que eso. No, es más complejo tratar de darle forma al maná; y de éste se burlan y lo llaman mentira, por mito.

Creo que las mentiras verdaderas, no los mitos, están en lo cotidiano, en lo que unos gustan de llamar lo real; ahí donde la simplicidad se destruye malamente. A veces creo que en las historias, bíblicass o no, se oculta todo aquello que no queremos ver, todo aquello que negamos, para decir que no es viable, como el hecho de poder repartir el alimento equitativamente. Esas verdades simples, vitales, encuentran su escondite en la imaginación, porque es la única manera que tienen para sobrevivir, como una especie rara a nuestra especie. Sí, el invierno es inevitable, afuera y adentro.

 

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