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viernes, diciembre 5, 2025

Wham! Pum! Zaz! / Opciones y decisiones

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Si convertimos los hechos de la vida real en la narrativa de un cómic, los primeros sonidos que emergerían del silencio serían muy cercanos a esos. ¡Imagínese! Del océano infinito de fondo, emergiendo los sonidos mejor distinguibles del planeta Tierra, y sobre todo del macizo central que conecta a Norte América con América Central y el Caribe: Wham! Pum! Zaz! Expresiones sonoras dignas de la radiotransmisión de Kalimán o emergentes de un episodio de Batman, con eco-centro en el país México.

Así puede resumirse la publicación de resultados de importantes encuestas y estudios de opinión, acreditadas inclusive a nivel internacional, acerca de la Corrupción, Transparencia, Criminalidad, Violencia, Impunidad e Insatisfacción ciudadana; sistémicas y endémicas a nuestro país. Añádale los anodinos juegos de vencidas a los que nos tienen acostumbrados -ya al hartazgo- los partidos políticos con sus costosísimas campañas de franca dilapidación de fondos críticos del erario público; y los congresos y asambleas legislativas estiradas largamente más que un súper X-men en el tiempo de sesiones tan interminables como bajas de talento, nivel y calidad, aparentemente inútiles, o al menos así parecen sus productos y metaproductos legislativos.

En tales instrumentos estadísticos de medición, ya sea de percepciones o de hechos comprobables como datos duros, y por éstos se entiende históricos, contabilizados, y ponderados con alta probabilidad, queda perfectamente claro que no solamente no estamos en una vía de perfeccionamiento, sino que ocupamos los escalones más bajos que apuntan a la imperfección congénita y crónica. Véase la contrastación última de la OCDE, por si fuera necesaria una muestra. Hecho saber lo cual, no puedo sino hacernos gritar: ¡No puede ser! ¡No en mi país!

La franca reprobación consistente no requiere, entonces, que reportemos o reproduzcamos los indecibles dígitos de nuestros vergonzosos rankings, para enterarnos de que estamos muy mal. Más que las argumentaciones y debate de los indicadores estadísticos, que para eso sí sirven muy bien, opino que debemos retomar el camino de la reflexión, de la deliberación francamente ética de tan bochornoso asunto. Pues creo que al final de esto se trata.

Para dar un verdadero golpe de timón en la orientación correcta de nuestro desarrollo plausible, tenemos que asumir que por un largo tiempo y trecho abandonamos la ruta de un apego firme a las percepciones, creencias, valores, actitudes y decisiones morales, propiamente dichas. Creímos que podíamos progresar, sin miramiento ético alguno; es más, haciendo caso omiso de la referencia a los principios morales de una Ética básica, que hoy algunos llaman Ética Común, o Ética Mundial o Ética de los imperativos mínimos generales, o mejor aún, bajo el consenso cada vez más universal de lo que hoy es la Bioética, sin apellidos.

Los prolegómenos de estas líneas para nuestra reflexión dejan claro que tal vía no conduce a ninguna parte. Tenemos que percatarnos de que una vida, y más aún, una convivencia social, es imposible si no se fundamenta en una relación digna, de respeto al otro como otro, y se dirija a fines verdaderamente útiles, estratégicos, vitales, últimos; no podemos quedarnos y contentarnos siempre con los fines penúltimos, que finalmente no aterrizan ni alcanzan su objetivo como logro.

Me ha sido útil retomar el testimonio dramático, actancial de un filme que me hizo impacto y que ya he citado en alguna ocasión. Lo retomo y lo comparto contigo, apreciado lector.

“¡Ah, la vanidad! Es mi pecado favorito”. Parlamento climático que pronuncia “el demonio” (John Milton), personificado por Al Pacino, en el film: El Abogado del Diablo (Taylor Hackford, U.S.A., 1997); refiriéndose a Keanu Reeves, “el abogado” (Kevin Lomax), ‘hijo del diablo’, quien supuestamente ha vencido la tentación de saberse el hombre más poderoso del mundo, quien nunca pierde un juicio, “yo no pierdo”, “nunca pierdo”, “yo gano”. Pero, al fin, sucumbe al pecado, incluso renunciando a convertirse en el padre del anticristo mediante truculento incesto con su hermana; cuando (en súbita vuelta a la realidad) no resiste a la propuesta de acudir a una cita con un reportero famoso (el mismo demonio encubierto), para presentarse en exclusiva, dentro de horario estelar y en cadena nacional.

En este episodio climático, el demonio contraargumenta a su hijo abogado, Kevin Lomax, el secreto verdadero de lo que cree es su triunfo personal: “Efectivamente, nunca perder, siempre ganar. De manera que caso tras caso, litigado en las cortes, hay que hacer triunfar -hasta lograr la absolución, el perdón, la declaración jurídica de inocencia-, incluso de aquellos crímenes perversos que se van acumulando uno tras otro, como en una gran montaña de excremento, hasta que el hedor de sus heces llegue al cielo”. Huelga decir que aquí el drama actancial llega a su cenit, y la explosión emotivo-pasional a su clímax.

En verdad debe tratarse de un auténtico pecado capital, y para ello la primera condición es que la acción respectiva sea realizada en sumo grado; por ejemplo, la gula tiene que rebasar el límite de comer a saciedad, no basta haber satisfecho el apetito, hay que seguir ingiriendo, con fruición, paladeando manjares exquisitos, inalcanzables por su costo (el placer de la gourmandisse), sin importar que ya no tengan cabida en el estómago, que provoquen vómito, duelan, que hagan daño. No importa dañar el aparato digestivo, o que se ponga al borde de la muerte. ¿Recuerda usted aquella vieja película: La Gran Comilona (La Grande Bouffe, Marco Ferreri, 1973), con un reparto estelar encabezado por Marcello Mastroianni, Michel Piccoli, Philippe Noiret, Ugo Tognazzi, Andréa Ferreol, Solange Blondeau, Florence Giorgetti, Michèle Alexander, Monique Chaumette, Henri Piccoli, entre otros. Para ser un pecado capital, por tanto, el exceso debe ser nota imprescindible, y así poder pecar de manera capital.

La segunda condición es que la materia de un pecado capital sea de suyo grave. Lo que significa que el objeto de la acción principal, sea en sí mismo la concreción de algo nefando, algo que transgrede lo sagrado. Es el caso de la soberbia, pero una mediante la cual el pecador actúe sin doblegarse ante nada ni nadie, trátese de quien se trate; asumiendo una actitud de autoafirmación por encima del resto de los mortales e incluso desafiando al poder divino; ser soberbio es pretender ser irreductible, en las palabras y en los hechos, sin asomo alguno de sumisión o de doblegarse. Por ello, la soberbia se atribuye a reyes, autócratas, dictadores, generales, magnates, poderosos hombres de negocios, terratenientes, jueces, gobernantes de todo tipo y nivel, los patroni de la mafia, los capos del narcotráfico, “doctores” de toda rama científica y especialidad, maestros de autoridad incuestionable, líderes sindicales, presidentes ejidales y de cooperativas, “tatas” indígenas, hombres vs mujeres y viceversa, etc., etc.

Creo, lamentablemente, que ambas condiciones se están dando en nuestro sistema social, político y costumbrista. Para revertirlo hay que bajarnos del carro del exceso mortal y de la soberbia insostenible. Y sí, rectificar el camino. Para ello, también cito la moraleja de este cómic dramático. Al final, tenemos que convenir que estamos negociando. Los actores de referencia entablan un destellante diálogo: Kevin: “¿Estamos negociando?”. John M: (Con una pícara y elocuente sonrisa) “Always!” (¡Siempre!).

franvier2013@gmail.com

 

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