Era la persona más joven que había ocupado ese puesto de gran responsabilidad, con una formación ajena a las actividades que coordinaría. Algo le habían observado y le creyeron capaz. Trabajó… y en especial: aprendió. Acumuló currículum y generó contactos, sin darse cuenta que la razón de sus redes sociales sólo obedecían a su cargo y no por su capital personal. Se olvidó de su “banda”, se guareció en aduladores y se entregó a las vísceras al envolverse en un imaginario poder. Algo triste para quien fue ejemplo de la competitividad y disposición a la educación continua que presentan los jóvenes, que en ocasiones se pierde con la edad ante el estado de guerra que promueve el estilo de vida laboral. Para un individuo, el ser consciente de su posición social y económica le ayuda a generar estrategias para mejorar su calidad de vida, pero no debe permitirse olvidar su origen y procesos.
Es claro que las y los jóvenes, de 15 a 30 años de edad -considerando la llamada adultez emergente-, no la tienen fácil ante un reducido campo laboral, no sólo por la falta de empleo, que le compete al Estado al regular la actividad económica e impulsar las inversiones para acrecentar no sólo el trabajo asalariado; además, se enfrentan a un sector productivo cercado por el adultocentrismo, que reduce la capacidad de acumular experiencia y probar su competitividad, lo cual sólo impulsa la competencia acérrima entre la misma población vulnerable.
Este estado de guerra laboral es benéfico para las empresas, en especial para las grandes y las transnacionales, pues impulsa la productividad y la capacidad de rotación de personal con mínimas consideraciones. Siempre habrá alguien más necesitado que el empleado que exige una mayor remuneración económica, social y de ocio -la llamada precarización de la vida laboral para los académicos franceses-. Ante ello, la unidad de los trabajadores y los consumidores es el gran terror. Muestra de ello es el caso de Donald Trump que se ha enfrentado a una serie de confrontaciones y desvinculaciones. Por ello, es de suma importancia que los jóvenes que acceden a posiciones gerenciales hagan vínculos y brinden oportunidades.
Es reconocido que las redes interpersonales son de gran apoyo para conseguir oportunidades de empleo, lo cual no es sinónimo de amiguismo o nepotismo, sino que a través de las llamadas recomendaciones se logran entrevistas y acceder a pruebas de contratación, procesos en los que los candidatos deberán evidenciar sus capacidades. Al respecto, los jóvenes cuentan con mayores habilidades de adaptación, aprendizaje y con una visión más amplia, lo cual podría beneficiar tanto a empresas e instituciones para reconfigurar productos y servicios acordes a las futuras exigencias. Contratar jóvenes no sólo es una cuestión de -re- distribución del capital, sino que también de modernización, lo cual es necesario en un país como México que debe incrementar su competitividad.
De acuerdo al INEGI, cerca del 20% de la población en México son jóvenes de 15 a 24 años de edad, sólo poco más de 9 millones están ocupados; de éstos 77.4% son subordinados remunerados, el 8.2% trabaja de manera independiente y el 14.4% labora en actividades sin algún acuerdo de remuneración monetaria, es decir cerca de 1 millón 300 mil. Este último rubro muestra el peso y las problemáticas del mercado laboral adultocentrista, en el que los de menor edad regalan fuerza de trabajo para demostrar sus capacidades, en espera -casi “si dios quiere”- de ser reconocidos y lograr una oportunidad que les permita acceder a una mejor calidad de vida.
Por ello, es necesario la gestión de círculos de protección y promoción. A pesar de que la idea del amiguismo sea latente, lo fundamental es reconocer en nuestros conocidos y en los demás sus habilidades y capacidad de aprendizaje, lo cual es sustancial para el desarrollo. Los jóvenes que ocupan puestos con las facultades de toma de decisiones deben remembrar sus propias historias y generar acciones para más y mejores oportunidades; y aunque es necesario ejecutar estrategias para asegurar una trayectoria profesional y una vida digna, también se debe prestar atención para evitar que los medios para lograr esos fines no terminen por transformar a dichos individuos en simples instrumentos que aceptan sus circunstancias de lacayos serviles ante un grupo de personas que imposibilitan la modernización. “El fin justifica los medios”, escribió Maquiavelo, pero considerando el bienestar común por objetivo y para principados.
El edadismo –ageism– es la discriminación por estereotipos y prejuicios contra grupos a causa de su edad; así como los ancianos son considerados ineptos para continuar laborando, también a los jóvenes se les obstruyen las oportunidades por los imaginarios de “inestabilidad”, lo cual debe ser un punto de atención para las instituciones y las empresas, en especiales para quienes realizan contrataciones: ¿estoy evaluando sus conocimientos y aptitudes? o ¿sólo le considero inadecuado por simplemente no ser un “adulto”?, por no tener casa, hijos y un montón de deudas por pagar. Los adultos y la gente mayor también pueden reconfigurarse y reaprender, pero requieren asumir su pequeñez -como el resto de los humanos- y pocos lo soportan. Tal vez por eso más vale hacer guetos de coetáneos para opacar las omisiones y fallas, al final: en la noche todos los gatos son pardos.
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