Según entiendo, se puede considerar al lenguaje como un ente vivo, que muta junto con la sociedad y se alinea a las particularidades que cada época va presentando. Entiendo que de no ser así existiría un desfase entre los individuos, sus necesidades de comunicación y los elementos para lograrla.
No es mi campo, no lo he estudiado pero gracias a la ayuda de un especialista en el tema he podido escribir esta entrada. En días pasados consulté a un lingüista después de leer un artículo en cuya liga me habían etiquetado (¡bendito Facebook, nunca te acabes!): “Anuar Atala (#16)”. Así nada más. La imagen de lo que parece la escultura de un hombre tomándose la cara con la mano derecha acompañaba al título “La RAE lo hizo de nuevo: No vas a creer estas 20 nuevas palabras aprobadas” y, por supuesto, hice click en la liga. El resultado: un listado que más allá de incitarme a rasgar las vestiduras, me regaló un par de sonrisas y, de entrada, me llevó a preguntarme si al leerlas o escucharlas por ahí sería yo capaz de discernir entre una charada, un error o una nueva palabra.
Leí y en algunos casos, me fue inevitable pensar que su aprobación proviene de una deformación que, multiplicada, logró la aprobación y, ante esto me pregunto: ¿Cuánta gente se necesita y por cuánto tiempo hay que usar una nueva palabra para que sea aprobada? ¿Por qué esa deformación no se recibe como falta de ortografía? ¿El poder de las masas? ¿Si no puedes con ellos, úneteles? No lo sé, quizás estas preguntas no sean más que un prejuicio de quien aquí escribe.
Ante mis prejuiciosas preguntas, dejo aquí un pequeño fragmento en donde Juan Leiva cita a Víctor García de la Concha, último presidente de la Real Academia Española de la Lengua: “La Academia no tiene como misión dar normas para que las sigan los hablantes, sino oír a los hablantes para deducir las normas que hay que seguir.”
Seguí con la lectura y algunas palabras fueron fáciles de intuir como la reacción natural de la sociedad ante los cambios que los avances tecnológicos y la globalización van provocando en el lenguaje. Lo anterior me resulta lógico e inevitable.
Quizás estas líneas no tengan sentido alguno; probablemente escribir sobre el tema sea tarea de un lingüista y no de un artista visual ocioso y descarado, sin embargo entre ALMÓNDIGAS y TUITS me encontré con PAPICHULO, la palabra número 16 de la lista, el origen de la etiqueta en Facebook y de donde se desprende este texto (resulta que hace muchos años, por ahí de los inicios de hotmail, yo ya contaba con una cuenta en yahoo pero esta no ofrecía la posibilidad de un messenger, por lo tanto y aunque me pareciera inútil tener dos correos electrónicos, decidí abrir uno más: [email protected]). La curiosidad me llevó directo a la página de la RAE para corroborar la veracidad del artículo y mi reacción fue ABRACADABRANTE… ahí estaban las nuevas palabras… todas… incluida PAPICHULO que, dicho sea de paso, no recuerdo ni cuándo ni dónde lo escuché por vez primera pero se instaló en alguna oscura región de mi cerebro y permaneció allí… unofficial… hasta ahora que ya existe oficialmente como palabra.
Mi formación y mi laxitud de agenda no sólo provocaron que pensara en los posibles orígenes de las palabras que componen el listado en cuestión y en los detalles de los mecanismos de ingreso al diccionario de la RAE, dicha condición me llevó también a la posibilidad de generar un proyecto de producción artística a partir del hallazgo: ¿Podría proponer al Fonca crear 10 palabras nuevas relacionadas con el arte y la cultura, organizar un grupo piloto, explicar el ejercicio, dar a conocer los vocablos y mis razones de su existencia para pedir ayuda y propagarlas para obtener la beca y 10 hijos en el diccionario? ¿Se podría considerar lo anterior como una obra de arte ahora que la gente habla de dispositivos y de la no materialidad en el arte?
¡No lo sé… buscaré la respuesta cuando salga la convocatoria!
En fin, además de divertidos, me gusta pensar al tipo de artículos como el que origina estas líneas como pequeños (o grandes) retos a la tolerancia de la sociedad ante el cambio inminente; en lo personal, los leo con un dejo de añoranza, quizás provocado por mi infancia sin internet y sin facebook o quizás porque mi diccionario era muy muy distinto: impreso en papel y por supuesto no incluía CEDERRÓN.
Ahora, a mitad del camino entre los cuarenta y el medio siglo de vida, la RAE avala una parte de la estructura de mi correo de hotmail (por cierto en desuso por culpa de la red social y las aplicaciones) y me sugiere acostumbrarme a los PALABROS y al GÜISQUI.
Siempre y cuando el sabor de la bebida no se vea comprometido por la castellanización, no tengo problema alguno.
Aquí la liga de la publicación original: https://goo.gl/hLnm5Y
