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miércoles, diciembre 17, 2025

Variaciones sobre un cuento / No tiene la menor importancia

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Hace muchos años di clase por primera vez. Impartí un curso sobre literatura del siglo XX a un grupo de la carrera de Comunicación. Con un temario inabarcable, lo sensato hubiera sido entrar en materia desde la primera sesión; así que no lo hicimos y, en cambio, nos dedicamos a hablar, si bien recuerdo, acerca de Einstein y de Freud. El ambiente resultó mucho menos amenazante de lo que había imaginado. Nadie pareció percatarse de mi nerviosismo, o lo disimularon bastante bien, y me permitieron salir bien librado en la inauguración. Ese día, esa hora bastó para alterar para siempre el relato autobiográfico que me sirve como identidad. Desde entonces, el personaje principal del cuento que cuento sobre mí mismo es también un profesor.

Los alumnos debían leer. Así lo decía el programa y lo decía yo porque me parecía lo natural. Impartía, repito, un curso sobre literatura y la literatura, pensaba agudamente yo, no era nada sino objeto de lectura. Además, repito también, se trataba de la carrera de Comunicación: saber leer bien y saber escribir bien formaban parte, desde mi perspectiva, de la definición de la disciplina. Casi todos en el grupo aceptaron mis contundentes conclusiones; así que leían, fingían que leían o, por lo menos, me decían que leían. Y digo casi todos porque hubo alguien que opuso una resistencia feroz. Una chica se negaba a leer, a fingirlo y a mentirme acerca de ello. No le gustaba y no pretendía desarrollar el gusto nada más para darme el gusto ni para pasar la materia ni para darle sentido a su elección vocacional.

En claro desafío a mi incipiente y frágil autoridad, un día a mediados del semestre, la rebelde se levantó sin permiso, se acercó a mi escritorio -que para colmo de males estaba a ras de piso, sin batientito de poder ni nada-, dio un manotazo y me dijo que no leería la novela. El grupo hizo un silencio de esos que los malos y verborreicos narradores condensan a tal grado que resultan susceptibles de ser cortados con cuchillo. Yo no tragué saliva -a pesar de saber que eso es lo que se hace en esos casos-, dejé escapar una sibilante expresión de sorpresa y concluí que ese era mi académico ahora o nunca.

Prometí. Sugerí. Rogué. Amenacé. Imploré. Utilicé trampas retóricas. Al final, tuve que apostarlo todo. Te va a gustar. Nunca me ha gustado leer. Dale una oportunidad, unas páginas nada más. No quiero. Hazlo como un favor para mí. Ya dije que no y no me puede obligar. Te voy a reprobar. Por qué. Un capítulo, sólo lee un capítulo por favor. Es que no quiero y no tengo que hacerlo. Cómo sabes que no te gusta si no lo has intentado. Ya sé que no me gusta, y no me va a gustar. Hagamos un trato, regálame una hora al día durante los próximos cuatro días; nada más una hora; lee hasta donde alcances durante esas horas que serán tu regalo para mí; y si lo haces, y me cuentas lo que leíste, tienes diez para todo el semestre. Está bien, pero conste, una hora cuatro días y me pone el diez, no importa cuántas páginas sean.

Cuatro días después, la chica había leído la novela completa. Me lo dijo sonriendo. Era el primer libro que leía y había dedicado mucho tiempo más del prometido para terminarlo. Después de eso, no volvió a quejarse de mis encargos, ni me desafió, ni saturó de silente cliché el salón. Y, por supuesto, se sacó un diez. Desde entonces, el personaje principal del cuento que cuento sobre mí mismo, se prometió recordar siempre el momento en que además de ser un profesor de cuento, consiguió ser un poquito verdadero profesor. Desde entonces también, se propuso escribir alguna vez sobre ello y rogar a su lector que le perdonara el imperdonable atentado a la humildad.

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