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viernes, diciembre 5, 2025

Un brindis por los muertos que seremos / Disenso

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En La insoportable levedad del ser Milan Kundera reflexiona sobre su personaje, Tomás, y describe que lo piensa inseguro sobre una decisión amorosa: si debe o no aceptar a la mujer que ha aparecido en su vida: Teresa. La conclusión de Kundera sobre su personaje es que no podría saber cuál es la mejor decisión, debido a que no hay forma de compararla: si sólo tenemos una vida, sin posibilidad de contrastarla con otra, ¿cómo sabremos cuál era la mejor forma de vivirla?, ¿cómo evaluaremos el mejor resultado?, el autor concluye que la vida se vive a la primera, sin tener ningún parámetro ni referencia, como si un borrador o el ensayo de una obra de teatro fueran el cuadro mismo o la puesta misma en escena. Pero somos menos: somos un borrador para el que nunca habrá cuadro. “Lo que sucede una vez es como si no sucediera nunca”. Sentencia.

La finitud de nuestras vidas, y su ridícula futilidad nos lleva a dimensionar que, sin duda alguna -ya no para la escala del universo, o nuestro planeta, incluso para la de nuestra especie o apenas para la de nuestra familia, el tiempo que perdure nuestro apellido- los años que habremos de pasar son un relámpago en medio de una noche eterna. Un suspiro de existencia en medio de dos nadas. Esa consciencia puede llevarnos a una vivencia grave, pesada, la angustia perpetua de elegir de la mejor manera posible nuestra vida, hacer lo mejor que podamos hacer, preguntarnos a cada instante si ésa es la manera en la que deseamos definirnos para el presente y en buena medida para el futuro; pero también puede entregarnos una levedad, una ligereza que haga que nuestras decisiones, las más difíciles, los momentos más dolorosos de nuestra vida, nos parezcan menos pesados, soportables, de alguna manera hasta irrisorios al calibrarlos en su justa dimensión para la vida misma -no la propia-. ¿Tendremos culturalmente una propensión a alguna de esas posturas? ¿La muerte nos será culturalmente leve o pesada?

En El laberinto de la soledad Paz reflexionó sobre la diferencia cultural entre españoles y aztecas sobre la muerte:

El advenimiento del catolicismo modifica radicalmente esta situación. El sacrificio y la idea de salvación, que antes eran colectivos, se vuelven personales. La libertad se humaniza, encarna en los hombres. Para los antiguos aztecas lo esencial era asegurar la continuidad de la creación; el sacrificio no entrañaba la salvación ultraterrena, sino la salud cósmica; el mundo, y no el individuo, vivía gracias a la sangre y a la muerte de los hombres. Para los cristianos, el individuo es lo que cuenta. El mundo -la historia, la sociedad- está condenado de antemano. La muerte de Cristo salva a cada hombre en particular. Cada uno de nosotros es el Hombre y en cada uno están depositadas las esperanzas y posibilidades de la especie. La redención es obra personal.

Y más adelante, abunda en la idea de que en el mundo moderno la muerte ha dejado de tener esta trascendencia, y de la característica relación de nuestra propia cultura con la muerte:

También para el mexicano moderno la muerte carece de significación. Ha dejado de ser tránsito, acceso a otra vida más vida que la nuestra. Pero la intrascendencia de la muerte no nos lleva a eliminarla de nuestra vida diaria. Para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente. Cierto, en su actitud hay quizá tanto miedo como en la de los otros; mas al menos no se esconde ni la esconde; la contempla cara a cara con impaciencia, desdén o ironía: “si me han de matar mañana, que me maten de una vez”.

La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida. El mexicano no solamente se postula la intranscendencia del morir, sino del vivir. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta porque “la vida nos ha curado de espantos”. Morir es natural y hasta deseable; cuanto más pronto, mejor. Nuestra indiferencia ante la muerte es la otra cara de nuestra indiferencia ante la vida. Matamos porque la vida, la nuestra y la ajena, carece de valor. Y es natural que así ocurra: vida y muerte son inseparables y cada vez que la primera pierde significación, la segunda se vuelve intrascendente. La muerte mexicana es el espejo de la vida de los mexicanos. Ante ambas el mexicano se cierra, las ignora.

Si Paz tiene razón, la cultura mexicana tiende hacia la levedad para con la muerte, porque tiene una levedad para con la vida. Y viceversa. La celebración del Día de Muertos es una fiesta con sentido doble: evidentemente recordamos a nuestros muertos, pero también es una forma de recordarnos que esos muertos seremos nosotras y nosotros eventualmente, una forma de naturalizar lo más pesado -o leve- de nuestra realidad: que todas y todos habremos de morir. Me angustia mucho el correr del tiempo. Me angustia y duele la juventud perdida para siempre. Me angustia pensar en la muerte. ¿No es más bien extraño sentir aberración por la nada? Sentir temor por un estado de insensibilidad eterno. Tal vez lo que nos duele de la muerte es justamente la ausencia de estas cosas, buenas y malas, de estas glorias y estos horrores, de estas ganancias y estas pérdidas, de estar enamorado y ser lastimado, el miedo de no tener miedo de nada, el miedo de no ser. Brindamos por la razón misma de que eventualmente no podremos brindar. Así, esta levedad de la muerte también puede darle otro significado a la vida: dimensionarla en su trágica belleza. En su brevísima majestuosidad. Y nos puede urgir a vivir esta pequeña e insignificante oportunidad de la mejor de las maneras posibles. Brindamos por los muertos que seremos. Brindemos por los vivos que podemos ser.

 

/Aguascalientesplural / @alexvzuniga

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