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viernes, diciembre 5, 2025

Frutario / La escuela de los opiliones

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Manzanas: no hay fruta que mi perra desprecie más. Cuando se me cae una rodaja, la perra corre torpe y feliz, orejas volando y arrugas trémulas, cual si hubiera caído una hamburguesa, pero cuando hunde la nariz y lame la fruta, pronto se da cuenta de la decepción que puede surgir de su incontrolable entusiasmo. A veces la empuja con la nariz, como si quisiera revivirla, o convertirla en una vaca, una vaca muerta y molida, pero sus trucos cuánticos que le han servido para navegar en realidades alternas no suelen funcionar con frutas triviales y aburridas como éstas. En cuanto a mí, es un alimento que me aburre pero me es inevitable porque ha estado conmigo desde niño, cual si fuera nuestro destino inexorable como la patria y los impuestos, y ya me acostumbré a su sabor y sus modos. Probablemente moriré mientras muerdo una amarilla, pequeña. Me las ponían en una bolsita, dos para desayunar, como una manera de decirme, quizás, “ya estás muy gordito, no, mejor cómete esto como dulcito sano, mijito, para que mantengas a raya a la muerte y los doctores”. Personalmente, creo que se le atribuyen demasiados atributos fantásticos de los que realmente posee. En el diálogo que sostienen Rocinante y Babieca, me los imagino comiendo unas rojas y redondas.

 

Guayabas: mi esposa les huye a estas frutas por amarillas, pequeñas y conspiradoras. Al principio no le creía, pero un día compré dos kilos y cuando silencié el escándalo de mis audífonos, las escuché cuchicheando todo el camino a casa. Hablaron de aguas frescas, de árboles tan altos como para alcanzar el paraíso, de cómo eliminar a los hombres de la tierra y conseguir, eventualmente, la libertad. 

 

Paletas payaso: una de las grandes frutas, pues contiene azúcares y felicidades acolchonadas y esenciales. Cuando pelas una de estas y descubres su verdadera esencia, notarás que ninguna es igual a otra, y que cada uno de estos sujetos arrostra su propia realidad. Tóxica para los animales y los ancianos, ya que contiene teobromina y fragmentos de memoria de presupuestos mejores y calidades imposibles de igualar a estas alturas de la maquinaria capitalista por el costo beneficio de los modos de producción. Algunos doctores, envidiosos, sugerirán que no deben comerse en exceso pero es mejor decirle que sí al médico, que muchas gracias, pagar la consulta y por fuera, no hacerle caso y consumir cuantas de estas pequeñas frutillas el presupuesto permita. No se mire mientras la muerde porque podría escucharla gritar en su idioma ancestral. No es apta para niños, pero si ve alguno a punto de consumir una, sugiero que le dé un golpe en la cara, se robe el alimento y se dé a la fuga mientras mastica, muerde, mastica y traga. 

 

Conejos: morder la cabeza de uno despertará viejas pesadillas, pero si uno consigue sobrevivirlas, otros dirán de uno que se ve como un estandarte de salud y prosperidad. 

 

Aguacates: resulta que hay muchos tipos de esta frutilla y según hice cuentas, a mí me gusta el menos mexicano, uno de seis variedades patentadas por unos gringos californianos (cuántas vergüenzas descubriremos en la biografía autorizada del aguacate). Algunas veces, mi madre compraba bolsas de criollo y pasaba momentos muy molestos tratando de explicarme, chamaco quisquilloso, que se muerde sin miedo, con todo y cáscara, y yo me enojaba con el aguacate imperfecto, impuro, porque no podía concebirlo de otro modo que no fuera hass (marca registrada). “Ponlo en taco si quieres”, decía mi madre, pero era echarlo completo a la tortilla y morderlo a la buena de dios. En Chile le llaman palta (escucha esto: palta hass, el horror), como si los chilenos, extrañamente fálicos por cuestiones de patria, tuvieran vergüenza de referir a los testículos que vienen incluido con el nombre. Quizás tienen razón. Quizás llamarle palta es más digno, más suntuoso. 

 

Chile de cascabel: hace unos 15 años, cuando vivía solo, en un cuarto de mi oficina, tomé la costumbre de comprar uno o dos chiles del tipo a la semana. Los ponía en el sanitario y los admiraba, ellos en su lugar y yo en el mío, sin las prisas del mundo de afuera. Imaginaba que otros visitantes también se abstraían y pensaban en su propio laberinto de carne. Sí, quizás la usaba como una fruta de ornamento, pero también de recordatorio. Tengo la curiosa creencia de que todos los hombres, al tener uno de estos en las manos, si logra meditarlo lo suficiente, descubrirá en la redondez y oscuridad marrón de este componente alguna verdad, como a dónde va y a dónde irá caer.

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