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lunes, diciembre 22, 2025

La cultura de la argumentación pública/ El peso de las razones

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El nivel del discurso público y la comunicación política (también de la vida personal) han alcanzado nuevos mínimos.

Hoy todo lo que encontramos en los debates políticos y sociales son eslóganes, aserciones, bromas y burlas, pero muy pocos argumentos. Vemos desaprobaciones, humillaciones, abusos, acusaciones y evasivas, más que un compromiso real con los problemas que importan. Hace algunos años alguien podría haber afirmado que había menos protestas en las calles en ese momento que en la década de los sesenta, pero aún hay menos intentos serios por razonar juntos y entendernos entre sí. Tampoco hay esfuerzos serios por encausar institucionalmente las tendencias contrademocráticas (como las llamó Rosanvallon) de la ciudadanía. Así, nuestra cultura podría beneficiarse de una fuerte dosis de razonamiento y argumentación.

Los problemas a los que nos enfrentamos como sociedad requieren cooperación: para ello, ponernos de acuerdo y convencer a los otros de que participen en una tarea que requiere trabajo en conjunto. Estudios sobre cooperación abundan actualmente: desde intentos formales por entender por qué las estrategias cooperativas funcionan mejor que otras no cooperativas, su trasfondo biológico, o su papel social. La evolución de la cooperación de Robert Axelrod, publicado originalmente en 1984, es un estudio paradigmático al respecto.

A pesar de que la ciencia contemporánea nos brinda nuevo conocimiento y nos capacita para aprender, comunicarnos y controlar nuestro futuro, no usamos nuestras habilidades para bien. Una gran paradoja de la ciencia en nuestro siglo es su inmensa capacidad para resolver los problemas sociales más acuciantes, a la vez que dicho conocimiento no se usa para tales fines. Los políticos se anidan en sus propias posiciones en lugar de cooperar, y los nuevos medios de comunicación (Facebook, Skype, Instagram, Snapchat…) favorecen más la mera retórica que las razones, con lo cual desestiman las posiciones moderadas.

Muchos de estos problemas dispares provienen de la misma fuente: una falta de comprensión mutua. A veces las personas evitan hablar entre ellas. Incluso cuando hablan, hay poca comunicación de ideas sobre cuestiones importantes. Como resultado, no pueden entender por qué otras personas creen lo que dicen. Los políticos no pueden trabajar juntos, al menos en parte porque no se entienden entre sí.

Esta falta de comprensión a veces puede ser el resultado de visiones del mundo inconmensurables o suposiciones conflictivas que impiden la comprensión mutua. Pero no es el caso la mayoría de las veces. Por el contrario, los oponentes políticos con demasiada frecuencia ni siquiera intentan entenderse entre sí, en parte porque no ven ningún beneficio personal o político para entenderse y ser justos. De hecho, a menudo tienen fuertes incentivos para no entenderse y para no ser justos. Piensa en los tuiteros y blogueros: se vuelven locos en Internet, porque su objetivo es ganar likes por sus bromas y burlas. Reciben pocas de esas recompensas en Internet cuando son equilibrados. ¿Por qué deberían tratar de entender a sus oponentes cuando piensan que van a fallar y no obtienen nada a cambio de sus intentos? Sus objetivos no son convencer a los oponentes ni apreciar sus posiciones. Solo buscan divertir a sus aliados al abusar de sus oponentes.

Estas actitudes socavan el respeto, la conexión y la cooperación. Tú mantienes tu posición. Yo sostengo la mía. No puedo comprender cómo puedes ser tan ciego. No tienes idea de por qué soy tan terco. No respeto tus puntos de vista. Devuelves el favor. Abusamos y nos despreciamos mutuamente. No quiero verme contigo. No quieres tratar conmigo. Me rehúso a comprometerme. Tú también. Ninguno de nosotros está abierto a ninguna posibilidad de cooperación. No se realiza ningún progreso.

¿Cómo hemos llegado a este punto? La respuesta a la pregunta es compleja. Pero podemos avistar una parte al menos de la respuesta. Walter Sinnott-Armstrong ha dado la siguiente: Muchas personas han dejado de dar sus propias razones y de buscar razones para posiciones opuestas. Incluso cuando dan y reciben razones, lo hacen de forma sesgada y no crítica, por lo que no comprenden los motivos de cada lado del problema. Estas personas afirman con demasiada frecuencia que su postura es tan obvia que cualquiera que sepa de lo que están hablando estará de acuerdo con ellos. Si es así, los oponentes no deben saber de qué están hablando. Incluso antes de que sus oponentes comiencen a hablar, estas personas se sienten seguras de que aquellos en el lado opuesto deben estar profundamente confundidos, mal informados o enloquecidos. Desprecian a sus oponentes por ser tan tontos, que estos no pueden tener ninguna razón de su parte. Luego asumen cínicamente que el razonamiento no servirá de nada de todos modos, porque sus oponentes son impulsados ​​sólo por emociones —miedo, ira, odio, avaricia o compasión ciega—, y no les importa la verdad o los mismos valores que a ellos les importan. Como resultado, las elecciones se deciden por quién obtiene la mayor cantidad de votantes y quizás por quién crea lo que dicen los anuncios y eslóganes más entusiastas o humorísticos, en lugar de quién da las razones más fuertes para sus políticas. Esta estrategia no puede ayudarnos a salir de nuestra rutina.

Por el contrario, continúa Sinnott-Armstrong, y coincido con él: Debemos declarar y entender los argumentos de ambas partes. Debemos ofrecer nuestras razones a nuestros adversarios y exigir sus razones. Sin intercambiar razones, no podemos entendernos. Sin comprensión, no podemos encontrar la manera de comprometernos o cooperar entre nosotros. Sin cooperación, no podemos resolver nuestros problemas. Sin resolver nuestros problemas, todos estaremos peor.

 

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