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viernes, diciembre 5, 2025

Motivos de fastidio/ Favela chic 

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El domingo pasado fui a la Ciudad de México por primera vez desde que se decretó la emergencia sanitaria. Tras meses de clausura, por fin se habían reabierto los museos. Con ganas de romper el arresto domiciliario al que hemos estado sujetos, me alisté desde muy temprano para ver la exposición El París de Modigliani en el Palacio de Bellas Artes. Tal vez por ser un día de asueto, tal vez por efecto de la pandemia, las calles lucían inusualmente desiertas. Brillaba un sol calcinante, pero soplaba un vientecillo gélido: hacía un clima típico del otoño en el que te acaloras con la chamarra puesta, pero pescas un resfriado si te desvistes. Luego de estacionarme en avenida Juárez, caminé hacía el Palacio presa de un ligero bochorno. Lo primero que me saltó a la vista fue el gran cerco plastificado que rodeaba el edificio. No hallaba la entrada y por un momento pensé que TimeOut me había gastado una broma y los museos aún permanecían cerrados. Di una vuelta enorme hasta Av. Hidalgo y viré a la derecha, donde por fin me topé con una entrada que custodiaba un policía.

Ya dentro de los jardines del recinto, divisé una fila de diez o doce personas. Cada una se hallaba de pie sobre una calcomanía circular, que medía el metro y medio de distancia reglamentario entre persona y persona. Me formé también y le pregunté a un miembro del staff, que sostenía una sombrilla, cuánto tardaría en pasar. “Alrededor de veinte minutos”, respondió. Como en los centros comerciales, en el Palacio también hay un aforo limitado y sólo puede ingresar cierto número de visitantes en lapsos bien definidos. Lamenté haber ido con botas de tacón, pues ya resentía la presión de mi cuerpo sobre mis talones. Tampoco llevaba ninguna protección contra el sol, el cual me irritaba cada vez más. A punto estuve de tirar la toalla, exasperada por las formalidades que imponía el virus mutante. Pero había manejado casi dos horas y era absurdo desistir a unos pasos del umbral. Me armé de paciencia y un cuarto de hora después recibí en la taquilla un boleto de entrada sin costo alguno. Al subir la escalinata y llegar al piso correspondiente, me encontré con una fila idéntica a la anterior. Estuve de pie otros veinte minutos, una tortura china cuando has olvidado tu libro en el coche. 

Los motivos de fastidio parecían no tener límites. En el interior de la sala, demasiado fría por efecto del aire acondicionado, se aplicaba la misma dinámica de los círculos, que me recordó al juego del Twister. Sólo podías avanzar cuando el círculo de enfrente se liberaba, es decir, cuando su respectivo ocupante había dejado de observar un cuadro y avanzaba hasta el siguiente círculo, porque a su vez, la persona de enfrente también se había movido. Era objeto de la misma presión social que cuando me hallo frente al semáforo en rojo y un ruidoso claxon a mis espaldas me saca abruptamente de mis pensamientos, por haber tardado tan sólo dos segundos en advertir que ya teníamos luz verde. Como en una coreografía, los vigilantes del Palacio dirigían el ritmo de nuestros pasos. Si alguno de nosotros se demoraba unos minutos en su lugar, lo amonestaban, ya no digamos si se ponía a leer esas notas eruditas que acompañan a las obras más relevantes. “Descarguen la información en sus teléfonos. Pueden consultarla en casa”, ordenaban en un tono mecánico. Me sentí de vuelta en el Kindergarten, donde un puñado de maestros regañones nos hacía marcar el paso y las distancias en fila india.

Con los pies a punto de reventar, mi corazón se estrujó al toparme con algunos retratos de Jeanne Hébuterne, la última pareja de Modigliani, pintora también, que se suicidó a los 21 años lanzándose de espaldas por una ventana, con nueve meses de embarazo, pues no soportó que su amado muriera de tuberculosis. El mundo puede tornarse deprimente en exceso, más aún cuando ese sentimiento es compartido por millones de seres a la vez y por la misma causa. El Covid ha agudizado sin clemencia nuestra neurosis personal y colectiva. Por tiempo indefinido estaremos presos en las fauces del miedo, de la culpa, la tristeza, la ansiedad y de muchos otros sentimientos difíciles de asimilar. En pos de un deshago intentaremos burlar el orden de las cosas, pero este acabará por burlarse de nosotros. Eso me sucedió cuando, buscando un remanso de paz, me dirigí a los Girasoles, uno de mis restaurantes favoritos del Centro Histórico, por su vista panorámica a la Plaza Manuel Tolsá y al Caballito.

Desde el umbral tuve un mal presentimiento. Las mesas con sombrilla, donde podías tomar el fresco y mirar la vida pasar, habían sido removidas de la banqueta. Las recepcionistas apenas y repararon en mi presencia, pues algo robaba su atención. A la derecha, en la calle de Xicoténcatl, estaban atrincherados decenas de granaderos, entre los que figuraban hombres y mujeres. Subí rápidamente a la terraza para observar mejor el espectáculo. Aunque ya era hora de la comida, había una sola mesa ocupada. Tomé la del extremo opuesto y luego me asomé por su balcón. Los granaderos intentaban contener el avance de una marcha feminista, de la que ni siquiera estaba enterada, pues por salud mental había decidido no parasitar más en las redes sociales (o al menos reducir de tajo el tiempo que invertía en ellas). Las manifestantes pronunciaban consignas a todo pulmón y de cuando en cuando reventaban petardos con una mezcla de rabia y júbilo. Me estremecí de orgullo. Pero el humo y el olor que despedían sus explosivos llegaban hasta mis narices como un sutil reproche. ¿Por qué no estaba yo ahí también, gritando a coro nuestros justos reclamos? ¿Por qué, en vez de un vestido corto de encaje y unas botas de tacón, esa mañana no me había puesto también pantalones y zapatos bajos? 

Miré impasible cómo subían a un hombre maltrecho dentro de una ambulancia, estacionada frente al Palacio de Minería. “¿Qué haces tú aquí solo, en la calle y a estas horas, cuando deberías estar guardadito en casa?”, dije con sarcasmo para mis adentros. Minutos más tarde, volví a la mesa por temor a que un petardo me hiriera en pleno rostro: Uno, dos, tres, tuerto es… El restaurante, antaño colorido y elegante, ahora tenía el triste aspecto de una bodega. Quitaron los menús, los manteles, los cubiertos, los floreros y cualquier otro caldo de cultivo para el Covid. Los pocos meseros que no habían sido despedidos todavía tenían un dejo de zozobra en la mirada, la cual no disimulaban ni con sus pantallas protectoras. Me agobió una vez más todo el peso del derrumbe social: como el peso del cuerpo sobre los talones, sólo es palpable cuando rompes la pompa de jabón donde te resguardas y exploras el mundo por tu propio pie. Sentada frente al balcón, sin una perspectiva clara de mi futuro, me dejé llevar por un impulso autodestructivo: pedí unos chiles en nogada, a sabiendas de que sufriría intensos retortijones más tarde, pues hace un año me convertí en vegetariana. En actitud de penitente, ordené un cilicio tricolor para expiar mis yerros y debilidades en medio de ese ambiente luctuoso, donde los ecos de la revolución feminista resonaban en mis oídos.

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