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viernes, diciembre 5, 2025

Derechos Humanos: ¿derechos universales?/ Yerbamala 

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El pasado 10 de diciembre se celebró un aniversario más de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, algo que consideramos relevante, pues en cierta medida, su adopción marcó algunas pautas éticas y morales en relación a los derechos humanos en nuestro mundo. Pero acá proponemos, aprovechando la efeméride, ir un poco más allá de la simple conmemoración y pensar no solo sobre el poco o escaso cumplimiento “universal” de dicha Declaración, sino también sobre su fundamento.

Así, no se puede pensar en la Declaración de 1948 sin situarla en el espacio y el tiempo. Sabemos bien que fue elaborada tras una gran catástrofe de guerra en Europa que dejó cicatrices aún abiertas y millones de muertos y heridos, pero hecha sobre todo por países occidentales y desde occidente, sin reconocer otros ámbitos y prácticas culturales como válidas y sin tratar de entender las relaciones de poder entre personas e instituciones diversas. Así, tenemos que la pretendida universalización de los Derechos Humanos no resiste su enfrentamiento cotidiano y actual con las realidades de las amplias regiones y países periféricos. Contextualizar también ayuda a percibir la congruencia o incongruencia de los países occidentales respecto a otras regiones del mundo, por ejemplo, todos aquellos países que en 1948 eran aún colonias de países europeos que proclamaban el respeto a los derechos humanos, lo que vale para recordar que ya en la época de su declaración, los DDHH no encontraban reflejo en las propias prácticas coloniales de los países occidentales. El caso africano es evidente al respecto.

Luego, en nuestros días son muchos los análisis que intentan analizar el cumplimiento de la Declaración desde una visión positivista sin prestar especial atención a su fundamento. Ello significa, no solo tratar de entender la efectividad de la misma a nivel mundial desde una supuesta neutralidad, sino identificar su aspecto excluyente, discriminatorio, xenófobo, racista y machista. Así, parece más necesario que nunca entender y percibir los Derechos Humanos como un producto de la cultura, es decir, fruto de la acción humana realizada en contextos determinados por individuos con género, raza y clase social. De este modo el derecho deja de convertirse en supuestos consensos socioculturales para la paz y la armonía social, que son identificados como elementos predeterminados por una pequeña parte de la sociedad que con sus valores, ética y moral marcan las pautas de comportamientos del resto. Así, la dificultad de academia, medios de comunicación, gobiernos y legisladores para identificarse en tanto grupos raciales, de género y de clase social determinados, les convierte en orientadores y organizadores de una sociedad necesitada de orden. Por ejemplo, bajo la supuesta “neutralidad” de la norma, principios como la igualdad ante la ley se contradicen cuando los tribunales de todo nivel y competencia dictan sentencias desiguales mediante decisiones jurídicas contrarias a la igualdad de género o a través de medidas como la deportación y expulsión de extranjeros, o bien el silencio o no reconocimiento de prácticas de explotación laboral por motivos de género, raza y nacionalidad. Ejemplos que vemos todos los días en los campos agrícolas de Europa o de Estados Unidos, pero también en los de Sinaloa o Baja California. Por este motivo acá proponemos ver a los Derechos Humanos no como derechos positivos, sino como germen y causa de un proceso de lucha cuyo objetivo central es la dignidad humana.

Relacionado con lo anterior, los Derechos Humanos se ganan, se conquistan, se adquieren, se institucionalizan, con base en procesos sociales de lucha, que en obvio de circunstancias no son regalos ni adquisiciones institucionales o individuales, y que así deberían tener como propósito inequívoco, nada menos que la transformación social, es decir, algo más que el mero análisis contemplativo, judicial o académico de la realidad. Algo así como acciones/comportamientos/políticas activas que conlleven la transformación de las situaciones de subordinación, explotación, marginación, injusticia, empobrecimiento, discriminación, machismo, racismo, misoginia o xenofobia. Así las cosas, los Derechos Humanos como proceso de lucha tienen como horizonte inequívoco la conquista aún pendiente, de la dignidad humana. Todo ello, entendemos, nos permitirá prescindir de las constantes falacias jurídicas de los derechos y percibirlos cada vez más como bienes que generan las condiciones necesarias para ir ganando éxito en procesos de lucha social, que son por definición, inasibles e inacabados. 

Desde la frontera o margen (sin duda es el caso de la realidad mexicana por diversas y complejas razones que escapan al presente artículo), es necesario pensar más allá de la normalidad institucional y de la centralidad occidental, blanca y europea que dio origen a la declaración de 1948, porque si seguimos pensando en imitación del centro, no haremos más que seguir institucionalizando y normalizando prácticas centro-periféricas que no aterrizan en los conflictos y realidades otras, tal vez opuestas o contrarias, que ocurren en contextos territoriales periféricos. Por eso es necesario identificar las violencias que las prácticas institucionales cometen cada día, así como comprender las reivindicaciones y los conflictos y contradicciones con las prácticas institucionales modernas. Es el caso, por ejemplo, de los 69 pueblos indígenas en México y de sus tradiciones y costumbres.

En términos de la praxis, podemos y deberíamos ahondar en la naturaleza de los conflictos, reivindicaciones y procesos de lucha de género, raza, clase social, orientación sexual, generación, nacionalidad, pensando más allá de colectivos concretos para llegar a la interseccionalidad, es decir, la superposición de categorías para entender los DDHH no como derechos positivos, sino el fundamento ético y moral de los procesos de lucha que tienen por objetivo central la dignidad humana. 

Así, es evidente que los grupos poblacionales que se encuentran hoy día en situación de mayor vulnerabilidad son los periféricos, sea en términos de subjetividad de género/raza/clase social/orientación sexual, sea en términos territoriales, sin que ambos estén separados y desconectados. En estos términos y poniendo el acento en la población migrante, por ejemplo, se requiere mayor compromiso interseccional en relación al género y acabar con el silencio sobre la raza. En otras palabras, bajo el argumento de una supuesta sociedad basada en el principio de la tolerancia y aceptación de todos y todas, se ocultan comportamientos y acciones herederas de un pasado colonial machista, racista y xenófobo que teme cuestionar los cimientos de la sociedad occidental, europea, civilizada y moderna. Dicha reflexión no debe hacerse tan solo poniendo el foco en los violentados/violentadas —lo que a veces lleva a la empatía paternalistas o maternalista—, sino, sobre todo, allí de donde procede la violencia, es decir, urge hablar de las características raciales, de género y de clase social de una buena parte de la sociedad que ejerce sobre otra u otras, los actos de machismo, racismo, discriminación, xenofobia, explotación, y subordinación entre otras situaciones de injusticia y desigualdad. Así, pensar los Derechos Humanos desde las fronteras o márgenes y construir espacios de lucha en común, hace posibles las condiciones necesarias para lograr la dignidad humana en todas sus manifestaciones.

P.S. Agradezco a la dirección, editor@s, trabajador@s y lector@s de LJA el espacio para la Yerbamala por un año más. Para tod@s, sanas fiestas y mejores perspectivas en 2021. Nos leemos, ojalá, el año que viene.

 

@efpasillas

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