La semana pasada una nota estuvo presente en la enorme mayoría de los diarios del país: la Cámara de Diputados aprobó la inclusión de las Fuerzas Armadas en el Consejo General de Investigación Científica, Desarrollo Tecnológico e Innovación, órgano que define las inversiones gubernamentales en la materia. A falta de la ratificación por parte del Senado, la discusión se polarizó de inmediato. Por un lado, quienes son críticos y opositores del gobierno, lanzaron las alarmas sobre una nueva inclusión del ejército en la vida pública de México. Por el otro, quienes apoyaron la medida, no sin cierta razón, justificaron su decisión apelando al papel que las Fuerzas Armadas ya tienen, y han tenido, en la investigación científica y tecnológica del país.
Este debate particular, por mi parte, aunque interesante, pienso que es todavía prematuro tenerlo. Hacen falta detalles sobre la necesidad de que las Fuerzas Armadas participen en la toma de decisiones sobre la asignación de recursos para la investigación en México. Por ejemplo, en las próximas semanas, se publica una investigación de la historiadora de la ciencia de Harvard, Naomi Oreskes, sobre el papel que el ejército estadounidense ha tenido en el conocimiento que tenemos de los océanos (Science on a Mission: How Military Funding Shaped What We Do and Don’t Know about the Ocean. Chicago: The University of Chicago Press, 2021). No es falso que las fuerzas armadas han tenido y tienen un papel a veces determinante en la investigación científica en innumerables naciones. Una evaluación de su participación, pienso, no debe ser general sino particular: cada caso tendrá sus claros y sus oscuros, y no veo un argumento que en principio sirva para decantar el debate en favor de su exclusión o de su inclusión generalizada.
No obstante, este debate concreto es un buen pretexto para plantear otros debates y cuestionamientos más generales. Durante muchas décadas la reflexión minuciosa y detallada sobre la práctica científica se concentró en cuestiones epistemológicas: sobre cómo las y los científicos llegan a sus conclusiones, en cómo se da la relación de apoyo entre la evidencia y las hipótesis y teorías científicas, en las razones por las cuales debemos confiar en lo que nos dice la comunidad científica, etc. También se abordaron otro tipo de problemas de otra índole, en su mayoría incluso más abstracta. Así, se dejaron de lado cuestiones axiológicas: relativas al papel que los valores juegan al interior de la comunidad científica, y en sus relaciones con otras instituciones. El debate mencionado al inicio es uno en el que los valores juegan un papel central, y es momento de que los problemas axiológicos sean abordados con el mismo detalle y detenimiento que otras cuestiones.
¿Quién debería financiar la investigación científica y tecnológica?, ¿debemos renunciar a un financiamiento público en favor de un sistema centrado en el mercado o, por el contrario, debe ser el Estado el responsable de los esfuerzos científicos? Si el Estado juega un papel central en las instituciones científicas y tecnológicas, ¿quién o quiénes deciden cuáles son las prioridades?, ¿cómo se asigna de manera responsable el presupuesto?, ¿debería la comunidad científica de gozar de una relativa (o absoluta) autonomía en la gestión de su trabajo? Todas estas preguntas requieren un debate intenso: un debate que debe darse al interior de la comunidad científica, pero en el que también debe participar la ciudadanía en general.
Considero que las posiciones que se decantan por respuestas preconcebidas y manidas hacen un flaco favor a la deliberación pública: no sólo polarizan, sino que simplifican debates importantes y necesarios. ¿Es un error contemplar al ejercito en el Consejo General de Investigación Científica, Desarrollo Tecnológico e Innovación? No lo sé. Lo que sí sé es que una respuesta a esta pregunta requiere que primero tratemos de responder a las preguntas que he planteado con anterioridad. Mientras más pronto, mejor.
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