If God has a master plan
that only He understands,
I hope it’s your eyes He’s seeing through…
Precious – Depeche Mode
Hablar del conflicto entre israelíes hebreos y palestinos musulmanes es tocar la historia misma del desarrollo de oriente medio y –por extensión– de occidente. Las creencias sobre la deidad, sobre la posesión del territorio, sobre la prevalencia de una expresión cultural sobre otra, han moldeado la forma de ejercer el poder y la dominación de unos sobre otros. Ahora, ese conflicto –otra vez– escala hacia proporciones de violencia que ponen en riesgo la estabilidad de esa región, cuna de las diversas mitologías abrahámicas y de una inmensa riqueza cultural que se pone en riesgo cada vez que sube la violencia.
No vamos a abundar aquí sobre el proceso que dio origen al Estado de Israel luego de los horrores del Holocausto; pero sí es pertinente anotar que la operación política a nivel internacional para que este Estado se erigiera, fue pésimamente operada, con límites y responsabilidades poco claras y fácilmente ignorables, y con el auspicio no de la filantropía sino del oportunismo político y económico. Teniendo en cuenta los antecedentes de la relación entre unos y otros, previo a 1948, la operación para fincar el Estado de Israel o se hizo mal por impericia, o se diseñó mal a propósito.
Como fuese, al paso del tiempo, es fácil reconocer que los palestinos ocupan ahora la posición de vulnerabilidad. Son estos los pobres, los desplazados, los que cuentan más féretros para sus familias, los relegados. Si uno quisiera entender la virulencia de los movimientos de resistencia como Hamas (el grupo radical Harakat al-Muqáwama al-Islamiya, que ahora encabeza los ataques y las defensas palestinas), tiene que entender primero la vulneración histórica que ha padecido esa zona de las poblaciones palestinas y beduinas. Y no, entender y empatizar con esas víctimas no nos vuelve antisemitas; esa polarización ya nos ha hecho bastante daño.
Los temas que han sido irreconciliables son: Jerusalén, la posesión política y administrativa de la capital religiosa, sagrada para los judíos, los musulmanes, y las diversas comunidades cristianas que viven ahí. El tema de las fronteras y la extensión territorial, que se han modificado en detrimento de los palestinos. Los asentamientos no regularizados que afectan la vivienda y el territorio de unos y otros. El tema de los refugiados palestinos, desplazados de lo que hoy es Israel, y que claman su regreso o la dotación de un territorio. Frente a estos temas, no parece haber acuerdo posible entre las partes.
Bajo el conflicto político, administrativo y territorial se encuentra, obviamente, la pugna religiosa. No deja de ser una triste ironía que las tres principales mitologías asentadas en la zona (judíos, cristianos y musulmanes) adoran esencialmente a la misma deidad: Yahvé para los hebreos, Alá para los islámicos, y Abba (o Padre) para los cristianos de las diversas denominaciones. Es decir, la misma deidad que se muestra en el Pentateuco, que es –a la vez– la serie de textos base de la Torá judía, del Corán musulmán, y de la Biblia católico-cristiana. Un mundo separado por el mismo dios. De tristeza.
Y, claro, sobre los conflictos políticos, administrativos, y territoriales, que descansan sobre una centenaria saga de intolerancia religiosa, se encuentra la madre de todas las pugnas: la del poder económico. No es sólo el territorio, sino sus rutas; no es sólo la administración, sino los impuestos; no es sólo la política, sino el ejercicio del poder; no es sólo la fe, sino la dominación implícita en los estamentos religiosos. Ante eso se articulan intereses de diversas naciones en torno al conflicto. Como decía Leonard Cohen “uno sabe de qué lado estar, sólo con ver quiénes están en el otro bando”.
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