Leía hace algunos días Por una democracia sin Dios, de Paolo Flores d’Arcais. Lejos de la prosa atribulada, del tono afectado del autor, coincido en algunos puntos muy generales de su argumento. Al menos, considero que merece nuestra renovada atención, pues en nuestro país, punta de lanza otrora del laicismo, se ha vuelto a hablar de religión desde la esfera pública con facilidad y sin pudor.
Para d’Arcais, los monoteístas creen en un Dios único, pero ese Dios tiene incontables nombres. Todo creyente monoteísta adora a su propio Dios personal, y cuando dice obedecer su voluntad no hace sino seguir sus propios valores, que, aunque suyos, no son autónomos, pues necesita revestirlos de una justificación por encima de sí mismo. Esto además lo permite la libertad de opinión, que podría entenderse también como el derecho a la herejía, la cual es desactivada, además, por la libertad religiosa. No obstante, a la pregunta de Iván Karamazov, la respuesta de Dimitri: más bien, si existe Dios todo en verdad está permitido. Dios, piensa el autor, es más una fuente de conflictos que de consensos. Aquí la premisa es cuestionable (pues, ¿acaso podemos asegurar que las y los creyentes sólo siguen sus propios valores personales?, ¿acaso no las creencias y valores religiosos son comunitarios más que individuales?), aunque la conclusión parece evidente: las religiones suelen generar más conflictos que acuerdos.
El siguiente paso de d’Arcais es señalar algunas consecuencias negativas de la presencia de Dios en la esfera pública: (1) no logra reducir los conflictos, sino que los dramatiza, los vuelve teomaquias; (2) hace que los desacuerdos se transforman en odios teológicos; (3) hace que las decisiones políticas sean juicios divinos; (4) hace que la convivencia pueda derivar en guerra civil religiosa, para imponer la voluntad del Dios de cada uno; y (5) hace que nos encontremos ante todas las posibles formas laicas de conflicto. Por el contrario, poner a Dios entre paréntesis (el secularismo), excluyéndolo de las relaciones políticas, salvó a Europa. Es por esta razón, piensa el autor, que dos soberanos distintos no pueden coexistir: o Dios o el ciudadano; o la vida pública regulada por la ley divina, o la norma establecida desde la autónoma voluntad de todos y cada uno, que exigiría reforzar el ethos republicano.
Ante la disyuntiva, piensa D’Arcais, la democracia exilia a Dios de la vida pública y se queda con el ciudadano. Por el contrario, la introducción de Dios en la esfera pública puede dar pie al totalitarismo o a la tiranía de las mayorías. El ethos republicano se fundamenta, en oposición, en el carácter argumentativo de la deliberación y el debate públicos. El autor incluso parece hacer eco del concepto de razón pública rawlsiano, en el que no se admiten como premisas de los argumentos en la esfera pública piezas de razonamiento que no sean aceptables por un argumentador razonable. No obstante, se pregunta si Dios no podría formar parte de la deliberación, y concluye que no, que la democracia debe ser atea: que Dios debe quedar al margen del logos ciudadano y toda referencia a la fe eliminada del discurso público. En este punto se debilita el argumento de D’Arcais: pensadores ateos como Habermas, y teólogos como Ratzinger, han coincidido en que el discurso religioso tiene potenciales beneficios públicos, y la teología católica, por ejemplo, solicita que sus argumentos no hagan presuposiciones religiosas y sean construidos “a la luz natural de la razón”.
No obstante, coincido en lo general con el autor. Su argumento, puesto desde el aparato conceptual que me es más cercano es: dado que toda creencia es igualmente respetable (vía la libertad de expresión y sus libertades cercanas); dado que, al parecer, las creencias religiosas exigen un respeto mayor que otro tipo de creencias (en particular, de la creencia atea); y dado que una democracia deliberativa no puede funcionar si no da igual respeto a todas las creencias de la ciudadanía; parece seguirse que la esfera pública debería descontaminarse de todo discurso, narrativa y referencia a creencias de tipo religioso. Dios, así, debe ser exiliado de la vida pública en favor de una cultura republicana robusta que ponga en su centro a la deliberación argumentativa. Nuestra tradición laica exigía esta conclusión como cimiento de la vida pública. Veo que esos cimientos se han debilitado.
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