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martes, diciembre 16, 2025

Argumentación pública y polarización/ El peso de las razones 

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Día a día la polarización aumenta. Sin duda, ésta es un mal social, pues bloquea la cooperación que se requiere para que ciudadanas y ciudadanos enfrenten y resuelvan problemas públicos -aquellos que nos afectan a todas y todos dentro de un territorio acotado por contingencias históricas-. Parece que nuestras democracias liberales -algunas más maduras que otras- se encuentran en un estado claro de parálisis. Alguien podría pensar que la polarización sólo atañe a creencias que siempre han sido polémicas, o bien a cuestiones que, de manera clara, tienen que ver con valores enfrentados: la despenalización del aborto, la regulación de la mariguana, la eutanasia positiva o las uniones civiles entre personas del mismo sexo. Pero no es exclusiva de problemas tan emblemáticos: las personas se enfrentan a agrios desacuerdos no sólo en materia axiológica, sino también en cuestiones que podríamos considerar fáticas, o que podrían resolverse atendiendo a los hechos. Por ejemplo, personas pertenecientes a diferentes polos suelen estar en desacuerdo sobre si es necesario o no vacunarse en el curso de una pandemia (lo es), sobre si la pena de muerte desincentiva o no el homicidio (no lo hace), sobre si la posesión de armas promueve o reduce la violencia armada (la promueve), sobre si los programas sociales promueven o impiden el crecimiento económico, y muchos más (no lo impiden). Lo que caracteriza a todas estas disputas es que podrían resolverse, al menos en principio, reconociendo la evidencia. No obstante, incluso en estos problemas públicos nos encontramos polarizados y estancados. Cuestionamos incluso cuál es la evidencia, cuáles son los hechos y, de éstos, cuáles son los relevantes.

La pluralidad partidista en algunas democracias liberales maquilla la polarización. Se piensa de manera errónea que las posiciones políticas suelen ser más variopintas de lo que de hecho son. Por ello, el robusto bipartidismo en los Estados Unidos de Norteamérica suele ser paradigmático para estudiar la polarización. Desde el polo republicano se exige más presencia de la religión en la vida pública; desde el demócrata, menos. Los demócratas persiguen una distribución de la riqueza del país más equitativa, por lo que son partidarios de los impuestos progresivos. Los republicanos, por su parte, piensan que los impuestos altos penalizan a los afortunados por su éxito y hunden la economía, por lo que quisieran exenciones fiscales para los más ricos. Mientras que los demócratas desean regular nuestras libertades económicas y ampliar nuestras libertades civiles, los republicanos parecen desear lo contrario. Como señaló el filósofo del derecho Ronald Dworkin: “Discrepamos, ferozmente, sobre casi todo. Discrepamos sobre el terror y la seguridad, sobre la justicia social, sobre la religión en la política, sobre quién es apto para ser juez y sobre qué es la democracia. (…) Hemos dejado de ser socios en el autogobierno; nuestra política es más bien una forma de guerra”.

No obstante, la polarización no es exclusiva de los Estados Unidos ni de regímenes bipartidistas. Por el contrario, la evidencia indica que la polarización es en parte producto de nuestros marcos morales, los cuales modelan nuestras perspectivas de la realidad, determinan nuestras metas y planes, así como la manera en que actuamos y evaluamos las consecuencias de las acciones propias y ajenas. De este modo, el liberalismo o el conservadurismo serían marcos morales que nos harían optar por estar a favor o en contra de cuestiones como el pago de impuestos, la posesión de armas, la despenalización del aborto, etc. No obstante, los marcos se pueden modificar y, si esto es posible, el estancamiento en el que se encuentran los problemas públicos en climas socialmente polarizados podría evitarse.

Una de las maneras en las que se busca combatir el estancamiento de los problemas públicos es atendiendo a la argumentación pública, entendiéndola como el proceso mediante el cual los agentes políticos reflexionan sobre su situación social y acuerdan los términos que orientarán el funcionamiento de las instituciones y la resolución de los conflictos. La cuestión es en qué medida la argumentación pública es capaz de hacer frente a nuestras desavenencias en contextos de pluralidad. La primera opción consiste en señalar que frente a cierto tipo de desacuerdos -en particular los concernientes a cuestiones axiológicas- la argumentación es impotente, pero frente al resto de cuestiones es una buena manera de resolver nuestros conflictos. Pero también se presentan agrios desacuerdos en cuestiones que no involucran valores, sólo hechos (el tan mentado “yo tengo otros datos” de los líderes autoritarios y populistas). Otra opción, y quizá la más recurrida en la actualidad, señala que de lo que se trata es de acometer la argumentación pública bajo un clima de robusta civilidad. Sin embargo, la cuestión en este caso es quién o quiénes determinan en qué consiste una actitud argumentativamente civilizada, y si estas normas son lo suficientemente inclusivas. Lo mismo sucede con las normas éticas que presuntamente deben exhibir los y las argumentadoras razonables.

Por mi parte pienso que la argumentación pública es capaz de hacer frente a problemas públicos y de rehuir al estancamiento al que conduce la polarización, y lo es mediante la cooperación implícita en el compromiso argumentativo. No obstante, la cooperación y el compromiso argumentativo pueden verse truncados u obstaculizados de diversas maneras. En particular, cierto tipo de adversarialidad argumentativa puede romper el compromiso argumentativo al concebir a la argumentación como una guerra o una competencia donde están involucrados bienes exclusivos (que no podemos poseer sin impedir que otros u otras los posean, como ganar una discusión haciendo que la otra parte la pierda).

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