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viernes, diciembre 5, 2025

La cultura de la crítica/ El peso de las razones 

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A inicios de 1994 la lingüista Deborah Tannen publicó una columna de opinión en The New York Times en la que buscaba alertarnos sobre el declive de nuestra cultura argumentativa. La tituló “The Triumph of the Yell” (“El triunfo del grito”). El punto relevante de su crítica es que concebimos a nuestros intercambios argumentativos como discusiones en las que nuestros interlocutores deben perder. Así, en las discusiones la gente se comporta atacando a los demás, quienes deben estar equivocados para que ellos tengan razón. A esta manera bélica de relacionarnos argumentativamente Tannen la denomina “cultura de la crítica”. No obstante, la verdad –aunque puede surgir a partir del disenso– no requiere de adversarios para indagarse y descubrirse.

Para Tannen la cultura de la crítica suele deformar los puntos de vista de nuestros interlocutores, quienes pierden demasiado tiempo corrigiendo dichas distorsiones y defendiéndose de los ataques. De manera adicional, las discusiones dentro de esta cultura suelen estructurarse de manera binaria: todo punto de vista debe tener un contrario, contra el cual se argumenta. Esta estrategia, piensa Tannen, puede ser muy útil para vender periódicos, pero nos aleja de la verdad. La cultura de la crítica también vuelve a las personas innecesariamente precavidas con lo que afirman y sostienen; y, cuando se comunica menos de lo necesario, también nos distanciamos de la verdad. No a todas las personas les gusta fungir de sparrings verbales, por lo que la cultura de la crítica también desincentiva a las personas a participar en la argumentación, empobreciendo los insumos que requerimos para acercarnos a la verdad.

Tannen perseguía la que pienso es la pista correcta, pero no acerca de lo que ha ocasionado el ocaso nuestra cultura argumentativa, sino acerca de la manera en la que por siglos hemos pensado a la argumentación. Otros lingüistas, en este caso George Lakoff y Mark Johnson, consideraban que pensamos al mundo a través de metáforas que han perdido su lustre y que operan de manera inconsciente en nuestro aparato conceptual. La argumentación es una guerra es una de ellas.  Lakoff y Johnson incluso piensan que esa metáfora determina la realidad misma de nuestras prácticas argumentativas: “Resulta importante percatarnos de que no es que nos limitemos a hablar de discusiones y argumentaciones en términos bélicos. En realidad, podemos ganar o perder en la argumentación. Vemos a la persona con la que argumentamos como una oponente. Atacamos sus posiciones y defendemos las nuestras. Ganamos o perdemos terreno. Diseñamos y usamos estrategias. Si nos percatamos de que una posición no es defendible, la abandonamos en favor de otra línea de ataque. Muchas cosas que hacemos al argumentar están estructuradas de manera parcial por el concepto de guerra. Aunque no hay una batalla física, se da una verbal, y la estructura argumentativa –ataque, defensa, contraataque, etc.– lo refleja. En este sentido, la metáfora la argumentación es una guerra es algo que vivimos en nuestra cultura, y estructura las acciones que llevamos a cabo cuando argumentamos”.

Esta metáfora también fundamenta un marco, entendido como una estructura mental que modela nuestra perspectiva de la realidad, determina las metas que buscamos, los planes que perfilamos, la manera como actuamos, y lo que en ocasiones consideramos como buenas o malas consecuencias de nuestras acciones. Si la metáfora bélica es la que opera en nuestro marco conceptual sobre la práctica argumentativa, no debería resultarnos extraordinario que cuando entramos a un intercambio comunicativo-argumentativo intentemos ganar y no perder la disputa, que analicemos los procesos que nos lleven a la victoria final, que recurramos a estrategias poco razonables pero efectivas para vencer a nuestros oponentes, y que nos parezca un fracaso no lograr que nuestros interlocutores abracen nuestro punto de vista. No obstante, y siguiendo los consejos de los propios lingüistas, los marcos pueden modificarse cuando se ofrecen mejores alternativas. Incluso, podemos imaginar una cultura en la que dicha metáfora no opere en nuestras prácticas argumentativas.

Si es posible cambiar nuestras metáforas conceptuales, y con ello nuestros marcos, una alternativa plausible sería la argumentación es una colaboración. Un paradigma cooperativo arrojaría mejores resultados en la argumentación. Dichos resultados pueden describirse de manera amplia como mejoras epistémicas: que tengamos menos creencias falsas, más creencias verdaderas, etc. Así, deberíamos abandonar la cultura de la crítica en favor de una de la cooperación.

mgenso@gmail.com

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