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domingo, diciembre 21, 2025

Pandemiario/ La escuela de los opiliones 

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 Wuhan

Quizás ya lo conté pero como estoy entrando a esa edad, donde uno debe repasar las viejas historias porque cuesta mucho trabajo masticar las nuevas, voy a contarlo otra vez: yo me enteré de la pandemia mucho antes porque mi hermano en Japón se adelantó seis meses al proceso. Desde ese momento, me alimentaba con las noticias de Wuhan y los anuncios de salud japoneses. Las cosas no pintaban nada bien. En algún momento, leí la bitácora de una muchacha mexicana en China. Había mucha soledad, mucho orden, mucha incertidumbre. Cuando la leí, pensé estaba leyendo la muerte del mundo. Míranos hoy.

 

Hamburguesas italianas

Hice un gasto bien calculado para comprar entre tres y seis meses de carne y congelarla cuidadosamente, porque creí que esos meses serían los peores, los de alto contagio, los que tendrían unos niveles de muerte alarmantes como los medios nos alimentaban desde Italia. Recogían los cuerpos en las calles, nadie había cuidado a los viejitos, etcétera. Historias tristes y grises por doquier. El algoritmo no necesitaba inventarse nada porque había de sobra. Por esas fechas, cuando pasó una de las olas más graves, Milo Manara publicó una ilustración de una enfermera a su estilo: erótica, sugestiva, elegante. Las redes sociales lo cancelaron y él eliminó la imagen, no sin antes pedirle perdón a la gente y comentar que su nieta era una enfermera, y que ella había visto una cantidad terrible de muertos, y esto era lo único que podía hacer desde su trinchera.

 

Masa madre

Como no sé cuántos, aprendí a hacer pan de masa madre siguiendo instrucciones en YouTube y la guía de mi corazón. Antes de hacer el pan, hice la masa. Durante siete días alimenté a unas bacterias en un contenedor hasta que empezaron a oler a bienestar. Cometí muchos errores. Habré tirado unos 10 panes antes de que me saliera un producto más o menos decente. Miento: no los tiré, la mayoría de ellos me los comí porque eran una anticipación al producto terminado, a la mejora definitiva del proceso. Panes gordos, crujientes, suaves. Si ya no puedo fumar, aparentemente logré regresar a mi don de fuego a través del trigo, de la harina, del migajón delicioso con jamón, tocino, mermelada. Empecé a nombrar los panes como si fuera mi bestiario particular y publiqué algunos en instagram. Todavía hay incautos que me mandan mensajes y me preguntan que de cuánto y de a cómo. Hoy tiré la masa madre porque no la había usado en meses y ya estaba podrida, por decirlo de manera amable. Mi abuela me hubiera visto como si fuese una persona horrible que acaba de tirar un producto mágico y maravilloso, un dios verdadero.

 

Post-cáncer

Le mandé un mensaje a uno de mis doctores, y mejores amigos: “Creo que es hospital covid, manito, mejor no voy a mi revisión”. Acordamos que sería lo mejor, y si no era lo mejor, ya me había decidido a no tirar los dados. Ya estaba en remisión. Una probabilidad de cura del 97%. “Sí, mano, mejor quédate. Está horrible”. Y luego me contó de los muertos, de cómo le tomaron las manos, de cómo buscaban los celulares para que ese extraño pudiera hablar con un familiar y decirle que se estaba muriendo, de cómo se escondía porque ya no quería seguir atendiendo más casos y morirse y dejar huérfana a una hija.

 

Transformación

Me fascina mi presidente. Sus últimos chascarrillos sobre los gringos me han hecho sonreír. Creo que es sabroso hacer enojar a los gringos, no lo voy a negar, y entonces me enamoro de su sonrisa de viejillo zorro, y su perfil dorado, y me parece un mago sabio cuya lengua de plata nos llevará muy lejos. Pero me cuesta trabajo olvidar algunas otras cosas. Me acuerdo, por ejemplo, de un subsecretario de salud que para explicar al pueblo mexicano cómo medir correctamente la gráfica de los enfermos y de los muertos, hizo un pequeño saltito y dijo tarán, como si se tratara de magia, como si hablara con gente estúpida. Y luego de ahí, de ver a ese inepto tratando de lidiar con la pandemia, no olvidaré todas las mañaneras en que mi presidente no usó un cubrebocas y no lo usaba, precisamente, por temor a que su lengua de plata se marchitara, o fuera amordazada. Nadie tiene que callarlo, ni siquiera simbólicamente. Y da tristeza porque un acto tan sencillo como usar un cubrebocas habría dado un ejemplo, habría salvado unas pocas vidas. Pienso a menudo en ello, tanto que a veces no duermo, pero la vida sigue, dos payasos a su lado ya se pusieron a hacer actos chistosos para pretenderse presidenciables, se acabó el pan y no queda más que pensar en otras cosas para aligerar los actos de un hombre horrible.

 

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