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viernes, diciembre 19, 2025

La naturaleza del adversario/ El peso de las razones 

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Kiko Amat resume su muy característica manera de ver el mundo en su ensayo Los enemigos (Barcelona: Anagrama, 2022): “Mi vida entera ha transcurrido, desde mi más tierna mocedad, con la percepción clara de que el mundo estaba polarizado en friend or foe, gente a quien amar y gente a quien odiar (con un océano de humanidad irrelevante, o simplemente desconocida, entre ambos continentes) / La certeza de que siempre existía un opuesto, un enemigo, contra el que enfrentarse o en quien reflejarse, ha marcado mi comportamiento y destino y relaciones sociales y la forma en que crecí, y por consiguiente también mi oficio y mi obra literaria. La mayoría de mis creaciones, también la mayoría de mis acciones en general, han estado sujetas a la contraposición con un antípoda. Mi blanco existe porque siempre he creído que al otro lado estaba el negro, y viceversa. Soy lo que soy porque no soy eso. Hago esto porque no es aquello: lo contrario de mi esencia” (pp. 11-12).

Si concebimos al mundo a partir de nuestras distintas maneras de relacionarnos, quizá sea cierto que éste se compone por el conjunto de personas que incluye a nuestros aliados, adversarios y gente desconocida o irrelevante. Al escritor catalán le obsesionan los segundos, y considera que estos nos pueden ser útiles y que podemos sacar provecho de la enemistad. Lejos de su simpático ensayo y de su graciosa tipología de enemigos, vale la pena preguntarnos ¿qué hace que alguien sea nuestro adversario?, ¿cuál es la naturaleza de la adversarialidad?

Mi hipótesis es la siguiente: la relación de adversarialidad puede definirse a partir de los tipos de bienes que buscan las partes en conflicto. En economía un bien suele definirse como un elemento físico, cultural o intelectual que responde a la satisfacción de una necesidad determinada. Las clasificaciones que realizan los economistas son diversas y responden a diferentes criterios. No hay una clasificación estándar ni universalmente aceptada. Pero vale la pena mencionar algunos ejemplos: se habla de bienes escasos y de bienes libres; según su exportabilidad, de bienes muebles e inmuebles; según su relación con la demanda de otros bienes, de bienes complementarios y de bienes sustitutivos; y así sucesivamente, dependiendo de factores tan distintos a la naturaleza del bien como su durabilidad, función o disponibilidad. No obstante, hay un par de distinciones que se hacen que son de mi interés en este momento: aquellas entre bienes rivales y no rivales, y entre bienes exclusivos y no exclusivos. Los bienes rivales son aquellos en los que su uso por parte de un individuo evita la posibilidad de su uso por parte de otro individuo; los exclusivos son aquellos que su consumo puede ser limitado o directamente impedido por otro actor (generalmente el oferente, debido al precio o a alguna barrera de entrada). Así, puede haber bienes rivales exclusivos, bienes rivales no exclusivos, bienes no rivales exclusivos, y bienes no rivales no exclusivos. Bienes rivales exclusivos serían, por ejemplo, los bienes privados, como la ropa. Bienes rivales no exclusivos serían los recursos comunes, como las vialidades sin pago de cuota. Bienes no rivales exclusivos serían los que son escasos de manera artificial, como el servicio de televisión de paga. Por último, bienes no rivales no exclusivos serían los bienes públicos, como el aire que respiramos.

Lejos de estas distinciones, más idóneas para el trabajo de los economistas, me gustaría hacer una que pienso mucho más básica y que queda al margen de las hechas en aquella disciplina. Así, podemos distinguir entre bienes incluyentes y bienes excluyentes. Un bien incluyente permite que varios individuos obtengan el bien; un bien excluyente lo impide. Ejemplos paradigmáticos de bienes incluyentes serían la amistad y el conocimiento; de bienes excluyentes, la victoria, ya sea en una competencia deportiva, en unas elecciones presidenciales o en una discusión.

Así, un adversario es aquel individuo que busca a la par que yo obtener un bien excluyente. En toda relación adversarial hay perdedores y derrotas. Su etimología nos puede ser de ayuda complementaria: el nombre Satanás proviene del hebreo ha-Satán, que puede traducirse a nuestra lengua por “el antagonista”, “el oponente”, “el rival”, “el enemigo”, o “el adversario”. Al interior de las religiones monoteístas suelen discutirse las implicaciones teológicas de su etimología. A Satanás se le atribuye ser el acusador, el fiscal de Dios y, sobre todo, el calumniador (esto último más cercano a la etimología de Diablo, del latín diabolus y del griego diábolos). El escritor francés Emmanuel Càrrere tituló su novela de no ficción más representativa El adversario, en la que narra eventos previos y posteriores al 9 de enero de 1993, día en el que por la mañana Jean-Claude Romand mata a su esposa y a sus hijos, y por la tarde a sus padres. Al día siguiente por la noche prende fuego a su casa y trata de suicidarse con los cadáveres de su familia en el interior. Fracasa consigo y va a la cárcel. Romand era un mentiroso extremo y patológico, que había llevado sus mentiras al límite. Su farsa después de muchos años se volvió insostenible socialmente. El adversario lleva en su raíz la mentira. ¿Por qué la mentira define la adversarialidad? Simple: porque el que miente no coopera. La adversarialidad se define a partir del hecho de que socava cualquier tipo de cooperación.

Un mundo poblado exclusivamente por adversarios no es un mundo deseable ni reconocible, pese a que podamos sacar provecho de ellos, como piensa Kiko Amat. Además, las prácticas competitivas, que perfilan la naturaleza del adversario, quizá no contribuyan en demasía a nuestra felicidad. Epicuro lo tuvo claro: “Quien conoce los límites impuestos a la vida sabe que es fácil obtener aquello que elimina el dolor producido por la carencia de algo y lo que hace perfecta a la vida entera. De modo que no requiere en absoluto de tareas que impliquen competencias” (Máximas capitales, 21).

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