Caminar puede resultar para algunos una práctica cotidiana intrascendente mientras que para otros es percibida como un apoyo terapéutico y recreativo para despejar la mente. También, desde la perspectiva y posibilidades de algunas poblaciones es asumido como una carga impuesta por las restricciones de ingreso para recurrir a otras formas de movilidad o como una imposibilidad, ya sea por falencias presentes en las infraestructuras disponibles para el transito o por efecto de situaciones físicas que actúan como limitantes. A pesar de las diferentes experiencias y significados atribuidos a esta actividad física, que es una de las más recomendadas por la OMS por los beneficios que trae para la salud, tal puede ser identificada como indicador de las posibilidades que ofrecen nuestras ciudades para experimentarlas y recrearlas.
Poder desplazarse por el espacio urbano, recorrer sus diferentes áreas construidas y ecosistemas y transitarlas a pie está condicionado por las representaciones que se han establecido sobre las ciudades y los roles que a partir de ellas se han atribuidos a las distintas zonas que las integran. En el S XX el predominio de una comprensión economicista de la ciudad y el avance de los procesos de metropolización llevaron a que se privilegiara el uso del automóvil como principal medio de transporte y a la construcción de infraestructuras para la reducción de tiempos de traslado, lo cual fue en detrimento de las posibilidades de tránsito peatonal y de la conectividad de los vecindarios.
Con la identificación del deterioro de las zonas centrales de las ciudades y la pretensión de recuperar centros históricos y espacios públicos como lugares de encuentro y de construcción de ciudadanía, junto con la adopción de nuevos paradigmas sobre el hábitat urbano, el bienestar y el manejo del medio ambiente, surgieron en distintas latitudes y realidades urbanas múltiples cuestionamientos a los modelos de desarrollo de las ciudades y a las posibilidades que estas ofrecen al bienestar de sus habitantes. Así, durante lo transcurrido del Siglo XXI se han planteado diferentes modelos conceptuales y teóricos que enfatizan en la importancia y oportunidades del tránsito peatonal, la accesibilidad de las ciudades y la disponibilidad de diferentes servicios y equipamientos cercanos al lugar de residencia, que recogen discusiones y preocupaciones ya enunciadas en 1961 por Jane Jacobs sobre lo que permite caminar la ciudad para comprender y recrear la vida urbana.
El desarrollo de planteamientos como los de “las ciudades de 15 minutos” de Carlos Moreno, “ciudades caminables” de Jeff Speck (2019) y “Movilidad peatonal” (Talavera, Soria y Valenzuela, 2012), entre otros, así como el surgimiento de plataformas ciudadanas a favor del reconocimiento de los derechos de los peatones y su incidencia en la definición de instrumentos de política pública orientados a promover la seguridad vial son el reflejo de la relevancia que ha tomado superar las barreras al disfrute de la ciudad que se identifican al caminar la ciudad, así como de las transformaciones que se han dado en los imaginarios sobre las ciudades y su rol en el bienestar.
Las barreras físicas identificadas al caminar los espacios urbanos son el reflejo de las distancias y tensiones existentes entre diferentes grupos sociales y se perciben de manera diferenciada según las condiciones de género, edad y capacidades motoras y sensoriales. No es lo mismo para las mujeres o para las personas en situación de discapacidad desenvolverse por los espacios urbanos, ya que las condiciones de las aceras, los mobiliarios urbanos, iluminación y señalización se pueden convertir en restricciones materiales o en generadores de posibles riesgos que desestimulen la confianza y el interés en explorar las urbes, limitándose así la integración a los espacios públicos.
La disposición o no de infraestructuras que generen posibilidades para el transito seguro, las condiciones del entorno, la distancia y lo confortable o no que pueda resultar caminar son algunos de los principales factores que sido abordados en el campo de los estudios urbanos para determinar la viabilidad de la movilidad peatonal, planteándose el desafío al interior de este de delimitar qué tan caminable es una ciudad.
De esta manera se ha convertido en una preocupación técnico-política la posibilidad de expresar en las percepciones y experiencias de los agentes sociales que transitan por los espacios urbanos en una serie de indicadores que permitan comprender la accesibilidad y que sirvan como base para la toma de decisiones (Talavera y Soria, 2015; Tribby, Miller, Brown, Werner y Smith, 2016; D’Alessandro, Appolloni y Capasso, 2016; Gutiérrez, Caballero y Escamilla, 2019, citados por Páramo, P., y Burbano, A. (2019)).
La adopción en varias ciudades del mundo de medidas encaminadas al fomento a la peatonalización de calles para dinamizar el tránsito de personas y fomentar con ello la reactivación económica si bien hizo más atractivo el caminar las ciudades y llevó a considerar la disposición de espacios públicos transitables como un factor para tomar la decisión de localización, también propició dinámicas de gentrificación que implicaron la expulsión de los habitantes tradicionales de los vecindarios ante el incremento del valor del suelo y los costos que implica residir en lugares con altas expectativas de renta.
A pesar de lo anterior, y a las inquietudes que pueden plantearse sobre si las propuestas que fomentan la movilidad peatonal pueden realmente contribuir a la reducción de la desigualdad en el disfrute de los espacios urbanos sin restricciones por parte de diferentes agentes sociales, es importante reconocer que estas permitieron ampliar la reflexión sobre la accesibilidad y la seguridad vial. Se ha transitado de comprender esta última como un aspecto ligado a la disposición de normas e infraestructuras físicas que implicaba a su vez procesos de concienciación y fomento del cambio cultural a interpretaciones más amplias que reconocen la diversidad existente al interior de los peatones. El reconocimiento de la heterogeneidad de condiciones y posibilidades con las que se transita por la ciudad, incluyendo las de quienes requieren de elementos de apoyo, es un primer paso para el fortalecimiento de las garantías necesarias para disfrutarla.
La conmemoración del día mundial del peatón el 17 de agosto de cada año debe ser, no solo el pretexto para reconocer y promover el derecho a una forma particular de movilidad, sino una oportunidad para cuestionar en el debate público tanto las responsabilidades individuales como colectivas que estamos asumiendo en el uso y vivencia del espacio urbano, así como los enfoques adoptados en materia de seguridad vial, movilidad y de administración y gestión de los espacios públicos y de las nuevas realidades que en el día a día se generan en él.
En la protección del peatón se ha privilegiado identificar y frenar las condiciones de riesgo generadas por el transporte vehicular, junto con la demarcación de normas e infraestructuras para reducir lesiones de tránsito al ser este asunto un importante problema de salud pública a nivel mundial. Sin embargo, no se cuestionan las relaciones que establecen entre los peatones y los bici usuarios, las patinetas y otros dispositivos que en el contexto de la pandemia tomaron auge, el rol de las aplicaciones digitales de soporte a la movilidad, los efectos y la sostenibilidad de intervenciones basadas en el urbanismo táctico implementadas para el fomento del uso peatonal y la importancia de reconocer cómo se hace camino al andar, es decir, como se aprende de la ciudad y se aporta a la construcción social del espacio urbano en el recorrido cotidiano a pie. Caminar es la oportunidad para encontrar vestigios de sucesos y personajes que marcaron a las ciudades, reconocer su diversidad sociocultural y ambiental y aprender sobre sus exclusiones y posibilidades para plantear nuevos escenarios más incluyentes.
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