Imagínese; nomás imagine: Está usted sentado ante su mesa de trabajo, revisando unos documentos, haciendo números en la computadora; lo que sea. De pronto se pone de pie para servirse una taza de café. La cafetera está al lado de una ventana, y mientras se sirve el brebaje se asoma, y vislumbra tras la cortina la parisina Torre Eiffel, o la ateniense Acropolis, o el vienés Palacio del Belvedere, en cuyos regios jardines observa a una mujer que pasea. La escena sería de lo más común y corriente, si no fuera porque la dama va completamente desnuda, tan quitada de la pena ella; tan joven, con tan solo sus zapatos y un teléfono móvil en la mano…
En fin, figuraciones aparte, en el centro de esta reflexión está la pregunta: ¿qué es lo que observa usted desde su lugar de trabajo? ¿Se siente afortunado con lo que tiene a su alrededor? Le pregunto porque durante poco más de año y medio; poquitito más, este fue el paisaje que llenó mis ojos en las horas laborales, la torre de Catedral, y en primer plano la calle Moctezuma, a veces apacible, generalmente ruidosa y concurrida, el aire aderezado por las campanas y el reloj de la antigua parroquia de la Asunción… La calle Moctezuma y sus edificios disparejos, los tinacos y las antenas, el banco, el Congreso del Estado, y en el fondo, como en la lotería, el antiguo edificio del Banco de Zacatecas y su vecino pétreo, la antigua Mercantil La Popular de Juárez y Madero, y más tinacos y antenas y alambres.
Este fue mi paisaje laboral, por lo que me siento profundamente agradecido y privilegiado. Desde aquí vi a nuestro padre El Sol recorrer el firmamento, y de cuando en cuando el panorama alegrarse con la presencia salvífica de la lluvia. Aquí fui feliz, aunque también debí apurar algunas horas de angustia. Escuché un sinfín de historias interesantes, los sueños y anhelos de muchos. Atendí voces suaves, otras entrecortadas o apenas disimuladas; el clamor de un montón de personas. También aquí me rondaron algunos fantasmas, de vivos y muertos; de quienes desean sentarse en la silla desde la cual contemplé este prodigioso paisaje… Y no se les ha concedido –ni se les concederá-, y también de quienes estuvieron en este lugar antes que yo; entre estas paredes cargadas de años y de siglos; de sombras y voces que ni siquiera son ya un susurro. Aquí vi las nubes aparecer, y hacer gala de su proverbial pereza, sólo para irse en silencio, ajenas a nuestra sed. Vi la torre antigua de la sede episcopal convertida en la gran manecilla minutera del reloj solar de la ciudad. La vi ejecutar su elegante danza de sombras, teniendo como pareja inmejorable al Sol; la observé moverse al amparo de las estaciones del año, según el movimiento de la Tierra, y aquí, tan solo hace un trío de días, el umbral de lo que ya es el majestuoso y monumental Tiempo Perdido, lo pasado; lo que se fue y no volverá; lo que a partir de ahora sólo adquirirá sustancia en la memoria… Aquí, digo, tan sólo hace unos días, recordé frente a la calle y sus monumentos, frente al “público de la gente” –como en las Mañanas de Benjamín Argumedo-, la anécdota de la muerte de David Berlanga, y también Ozymandias, aquel soneto perturbador de Percy Shelley.
Pero ya llega el olvido… Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a carlos.cronista.aguascalientes@gmail.com.




