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jueves, diciembre 18, 2025

Argumentación y cooperación/ El peso de las razones 

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Escribía Michel de Montaigne en sus Ensayos: “Celebro y acaricio la verdad, sea cual fuere la mano en la cual la encuentro, y me entrego a ella con alegría, y le tiendo mis armas vencidas en cuanto la veo acercarse. Y con tal de que no se proceda con un semblante demasiado imperiosamente magistral, me complace que me reprendan. Y me acomodo a los acusadores, a menudo más por cortesía que por enmienda; me gusta gratificar y alentar la libertad de advertirme cediendo fácilmente. Sin embargo, es difícil incitar a los hombres de estos tiempos a hacerlo. No tienen el valor de corregir porque no tienen el valor de soportar ser corregidos” (III, VIII, 1380-1381). Pasado el tiempo veo con asombro cómo hemos perdido esta concepción de la argumentación y el desacuerdo y hemos favorecido una mucho más clásica, aunque dañina: aquella en la que la conversación se torna en disputa o reyerta, y donde la verdad no es el horizonte sino la victoria dialéctica. A esta manera inadecuada de concebir a la argumentación a partir del desacuerdo la llamo “modelo no cooperativo de la argumentación”.

No obstante, pienso que se pueden desarticular los supuestos del modelo no cooperativo de la argumentación: (a) que el desacuerdo es una condición necesaria para la argumentación; (b) que el desacuerdo es ante todo un conflicto de creencias entre individuos; y, dado que el desacuerdo es una situación epistémica conflictiva y la argumentación surge a partir del desacuerdo, que (c) la argumentación es ante todo una batalla dialéctica.

También pienso que se pueden articular algunos supuestos que deberían estar detrás de cualquier posible concepción cooperativa de la argumentación: (i) que la argumentación es ante todo una práctica con propósitos epistémicos (i.e., que nos proporciona conocimiento, creencias verdaderas, etc.); (ii) que ciertas formas de adversarialidad argumentativa pueden ser benéficas para que obtengamos bienes epistémicos por medio de la argumentación, siempre y cuando no rompan nuestro compromiso argumentativo; y (iii) que tanto el desacuerdo como la argumentación son formas de interacción epistémica que ya forman parte de los recursos cognitivos de los que disponemos para obtener bienes epistémicos.

Los supuestos anteriores reflejan de manera clara una sensibilidad progresista, en la cual nuestras interacciones argumentativas a partir del desacuerdo son oportunidades para el progreso epistémico, no sólo ni principalmente para los sujetos individuales de conocimiento, sino para los sujetos sociales. Por mi parte me alejo demasiado de cualquier sensibilidad conservadora, pues creo que uno de sus principales problemas es que, en el mejor de los casos, desincentiva la investigación; y, en el peor, impide el progreso epistémico tanto de los individuos como de las sociedades. Las consecuencias más perjudiciales del conservadurismo han sido el dogmatismo y el ocaso de nuestra cultura argumentativa.

Si alguna utilidad puede tener la reflexión sobre estas cuestiones es la de poner algunas pequeñas piedras en la construcción de una concepción mucho más cooperativa de ciertas interacciones humanas. Pienso que uno de los efectos más lamentables de los supuestos que están detrás de las concepciones no cooperativas de la argumentación ha sido la manera en la que enseñamos a las personas a argumentar: los entrenamos en el uso de estrategias cuasibélicas para salirse con la suya a través de una herramienta que, por el contrario, deberían aliarlos en la búsqueda de bienes incluyentes y públicos, los cuales pueden servirnos para afrontar muchos de los problemas que más nos quejan. La aguda polarización en la que se encuentran muchas de nuestras sociedades es consecuencia directa de habernos tomado demasiado en serio —consciente o inconscientemente— la metáfora conceptual de que la argumentación es una guerra. Por el contrario, deberíamos afirmar sin cortapisas que un mundo poblado de aliados es uno mucho mejor que uno repleto de adversarios.

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