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viernes, diciembre 5, 2025

Síndrome de Hybris/ El peso de las razones 

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Leo una novedad editorial en México ―en España había sido publicada hace algunos años― de la extraordinaria ensayista Irene Vallejo, quien conquistó al mundo con su ensayo El infinito en un junco. En Alguien habló de nosotros, Vallejo recopila sus columnas de opinión publicadas en El Heraldo de Aragón, que si no me equivoco ya también se publican en El País y, en México, en Milenio. Sobra comentarles, dada mi admiración sin mácula ―y, con seguridad, sin hipérbole― por el trabajo de Irene, que su columna, junto con la de Julio Hubard, me es imprescindible todas las semanas. Así que tener la oportunidad de leer un recopilado de sus perlas de humanismo y erudición de una sentada ha sido puro placer intelectual.

En una de las columnas leo algo que me trae recuerdos e imágenes cercanas y presentes: “La transformación de los políticos, debida al éxito y los halagos de su círculo cercano, ha sido descrita como enfermedad profesional. Un neurólogo y exministro inglés ha enumerado los síntomas de esta dolencia: alejamiento de la realidad, exceso de confianza, lenguaje mesiánico, convencimiento de estar en la senda de la verdad y no tener que rendir cuentas ante la opinión pública, sino ante la Historia con mayúscula. Este mal se denomina en lenguaje clínico “síndrome de Hybris””. Irene añade que Hyrbris significa ante todo “arrogancia”, y es de la arrogancia de lo que quisiera escribir.

Resulta plácido y natural para el animal humano conservar. Con esto no quiero señalar algo más que nuestra natural aversión al cambio. No todos por igual y algunos de manera no funcional, pero todas y todos preferimos conservar a ingresar al trajín de las modificaciones. Esto nos sucede por igual con nuestras creencias como con nuestro entorno. Sin duda hay varianza: existen personas intrépidas a las que el cambio les genera un adrenalínico placer. Pero no es lo común. Conservamos nuestras creencias como monolitos y, a menos de que la ganancia esperada supere por mucho las previsibles incomodidades, preferimos la comodidad de la casa y la propia tierra. Hasta aquí me he limitado a describir, no a evaluar. La historia evolutiva de nuestra especie también nos hace tender a los atracones de comida ―que eran necesarios en el inicio del andar de nuestra especie, en la que la escasez de alimentos era la norma―, lo que no significa que en el presente ésa sea una manera sana de ingerir alimentos. Del mismo modo, nuestro natural conservadurismo puede ser evaluado con dureza: impide el progreso moral, epistémico, social y político.

Quizá la forma más viciosa de conservadurismo sea la arrogancia. La persona arrogante no logra distinguir entre sus estados psicológicos y la realidad. Ése es su sello de identidad. Los arrogantes piensan que es lo mismo creer algo que ese algo sea verdad. Por ello, les cuesta corregir el rumbo, aceptar públicamente sus errores, escuchar lo que los demás tienen que decirles, aceptar el consejo y las directrices de expertos, rendir cuentas, responsabilizarse, aprender cosas nuevas, viajar a otros sitios donde la cultura es muy distinta a la suya, tolerar la pluralidad, abrazar el disenso como una oportunidad de mejora. La arrogancia no convierte a las personas en tortugas, sino en piedras. Es un vicio estático. Impide el movimiento. Cierra puertas y ventanas de la propia casa. No tiende puentes, si puede los derriba. El arrogante es o un solitario o un sectario: evita la convivencia o busca acólitos. La crítica le produce escozor, no excita su curiosidad. Como decía un querido amigo, en un extraordinario ensayo sobre la arrogancia, el arrogante siempre busca y desea más y más de lo mismo (modifico ligeramente la formulación de Carlos Pereda en su Crítica de la razón arrogante).

La arrogancia es un vicio humano general, pero en la política es letal, al menos cuando por ella entendemos la búsqueda de resolución cooperativa y conjunta de los problemas públicos. El arrogante no coopera: impone, adoctrina, censura, denuesta, silencia, vilipendia. Cuando el arrogante gobierna pierde todos los incentivos para moderarse: el autoritarismo es la forma política de la arrogancia. Es la arrogancia política la que genera el síndrome de Hybris.

Frente al vicio de la arrogancia deberíamos promover las virtudes de la humildad y la prudencia. ¿Cómo hacerlo? Enseñando a los más jóvenes desde sus primeros años a cooperar. La cooperación efectiva es imposible con arrogancia. Cada uno debe conocer sus límites, capacidades, virtudes y vicios. Debe confiar en quienes hacen algo mejor que él. Debe escuchar la opinión experta. Muchas veces debe guiar, pero otras dejarse guiar. Debe aprender a escuchar; y no sólo a hablar, sino a hacerse entender por los demás. Debe, en suma, saber que puede estar equivocado y, por tanto, debe estar abierto a la crítica. La única cura contra el síndrome de Hybris es caer en cuenta que no es lo mismo lo que pensamos de la realidad que cómo es la realidad misma. Y esto casi siempre nos lo muestran los demás, si les prestamos oídos.

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