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domingo, diciembre 21, 2025

Paris, je t’aime | El peso de las razones por Mario Gensollen

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No recuerdo haberlo dudado alguna vez después de conocerla: París es la ciudad más hermosa del mundo. No las conozco todas, ni siquiera una muestra representativa: pero basta pisar París para saberlo.

No caeré en los lugares comunes: cafés, museos o monumentos. No repararé en lo que esta ciudad ha legado a la cultura occidental. París es bella y punto. Su aire es distinto, el ritmo es distinto,  andarla es distinto. París tiene una personalidad tan suya que resulta todavía distinguible. Puedes viajar a París buscando lo que ya tienes en casa: tomar un café en Starbucks, comer en Mcdonald’s, o comprar ropa en las mismas tiendas en las que lo haces en tu ciudad, pero la personalidad de París se te impone. Incluso las franquicias adquieren la personalidad parisina. París es muy París, y se lo hace saber al turista. No todos lo llevan bien, muchas veces yo tampoco. París es tan común y tan exótica a la vez: es Occidente en su máxima expresión, y un lugar que no se deja homogeneizar. En París es imposible no enfrentarse al otro, a lo distinto, au contraire. La gente se te opondrá, tus intuiciones serán cuestionadas, serás llevado a actuar contra tu sentido común, descubrirás que hay otras maneras de comprender la realidad. Los parisinos son permanentes abogados del diablo.

El parisino es un amante de su lengua impronunciable, de sus hábitos poco higiénicos, de sus normas surrealistas, de su muy particular forma de ver el mundo y transitar por la vida. El parisino suele mostrarse -pecho en alto- huraño, amargado y miserable. Su charla la domina la queja y el resoplido. Ya no es un intelectual de avanzada, pero aún lo cree con certeza absoluta. Es profundo, pero incomprensible y oscuro. Es imposible distinguir entre un genio y un charlatán parisino: quizá porque son la misma persona. Para nuestro personaje, la verborrea es virtud y la incomunicación la meta. En un mundo cada vez más paranoico y aburrido, el parisino aún bebe y fuma. Corre, cuando no está sentado en una diminuta mesa de los miles de atiborrados cafés, y no le importa llevarte entre los zapatos si te cruzas en su camino. El parisino vive del turismo, pero odia a los turistas. Piensa, narcisismo aparte, que todo aquel que ose pisar las calles de su ciudad tiene que hablar su lengua, y si no lo hace merece una humillación pública. Es terco, hipocondríaco, histriónico y arrogante. Pero también es hedonista: un apasionado diletante y un especulador vagabundo.

Quizá París sea la ciudad en la que la conversación aún sea posible y el viaje aún tenga sentido. No obstante, la ciudad se enfrenta a dos retos nada sencillos: el turismo desaforado y la migración no asimilada. Lo sé: son elefantes en la habitación de los que nadie debería hablar. El dogma woke lo prohíbe. No podría importarme menos. Sobre el primer reto, parte de la encantadora atmósfera parisina la rompen las oleadas de turistas. París parece un gigantesco museo que todos transitan pero nadie aprecia su contenido. Se ha vuelto sucio, poco caminable y desordenado. ¿Cómo no entender que el parisino odie a los turistas? Sobre el segundo reto, el enorme tabú de la nueva izquierda, la migración es un hecho con el que hay que lidiar, es cierto, pero no debemos dejar de deliberar al respecto. Los hipersensibles wokes nos han llevado a callar al respecto. Su dogma se ha impuesto cincelado por el miedo a la cancelación y a otras estrategias puritanas. Para enfrentar un problema público lo primero que debemos hacer es hablarlo sin tapujos. Lo segundo es tener claro que es un problema y que necesita un cauce que permita una solución aceptable y razonable para todas las partes. Los parisinos necesitan hablarlo, o llegará, tarde o temprano, el otro extremo ideológico al poder. Los resultados en las elecciones europeas son ya un primer aviso serio.

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