Si algo caracteriza nuestra experiencia del arte es la mirada. Miramos cuadros, contemplamos esculturas, observamos películas, asistimos a conciertos donde los sonidos se imponen en el aire sin que podamos tocarlos. Desde la Grecia clásica, la estética ha operado bajo la premisa de que la vista y el oído son los sentidos privilegiados del arte, mientras que el tacto, condenado a la inmediatez del cuerpo, ha sido relegado a la sombra.
Durante siglos, esta exclusión no fue solo práctica, sino filosófica: Platón y Aristóteles establecieron la primacía de la visión como el sentido de la razón y la contemplación, mientras que la Edad Media reforzó la dicotomía entre lo visual y lo táctil al asociar este último con lo vulgar y lo pecaminoso. En los museos contemporáneos, el mandato es claro: ver, pero no tocar. El arte es algo que se aprecia a la distancia, en la lejanía segura que garantiza la objetividad estética y la preservación de la obra.
Pero, ¿deberíamos seguir asumiendo esta jerarquía sensorial?¿Y si el tacto no fuera un intruso en la experiencia artística, sino una pieza clave de su apreciación? Aquí es donde el concepto de especificidad del medio ha jugado un papel decisivo en la marginación del tacto. Según esta doctrina, cada arte se define por el sentido que privilegia: la pintura es visual, la música es auditiva, la escultura es (supuestamente) visual. Desde esta perspectiva, si no hay un “arte del tacto”, entonces el tacto no tiene un lugar legítimo en la estética.
Sin embargo, esta idea es falsa. La experiencia estética nunca ha estado restringida a un solo sentido, y si bien el arte ha priorizado la vista y el oído, eso no significa que el tacto no haya estado presente de manera sutil, aunque ignorada. Para ilustrarlo, basta con examinar un caso paradigmático: la escultura. Aunque Herder argumentó en el siglo XVIII que una estatua debe ser tocada para ser verdaderamente apreciada, lo cierto es que la escultura, en la práctica, ha sido tratada como un arte visual. ¿Por qué? Porque el mundo del arte, bajo la lógica de la especificidad del medio, ha insistido en que la forma principal de experimentarla es con los ojos, no con las manos.
Pero la escultura no es el único ejemplo. Existen pinturas táctiles diseñadas para ser exploradas por personas con discapacidad visual, desafiando la idea de que las imágenes deben ser exclusivamente visuales. La música, por su parte, no solo se escucha: se siente. Cualquiera que haya estado en un concierto en vivo sabe que el sonido impacta el cuerpo de manera física, generando vibraciones que pueden experimentarse en la piel. Incluso la literatura, el arte más asociado con lo intelectual, tiene una dimensión táctil: al leer, incluso si lo hacemos en voz baja, nuestro cuerpo experimenta la sensación de pronunciar las palabras, cómo se sienten en nuestra boca. Y, en algunas obras, eso forma parte crucial de la experiencia estética de la literatura.
El problema, por tanto, no es la falta de un arte del tacto, sino la insistencia en clasificar los sentidos de manera excluyente. Bajo esta lógica, los medios de expresión artística se convierten en compartimentos estancos que limitan nuestra experiencia sensorial. Y, sin embargo, en la práctica, el arte no funciona así. Tocamos edificios sin darnos cuenta de que experimentamos su diseño a través de la temperatura y la textura de sus materiales. Sentimos el estremecimiento de la piel cuando una pieza musical nos impacta emocionalmente. Percibimos la densidad del óleo en una pintura aunque no podamos tocarlo.
Entonces, ¿por qué seguimos actuando como si el tacto fuera irrelevante en el arte? En parte, por conveniencia institucional. La prohibición de tocar en los museos no es solo una cuestión de preservación; también responde a un paradigma que asocia la distancia con la contemplación, con la idea de que el arte debe ser experimentado desde una postura pasiva, intelectual, casi ascética.
Pero esta postura es insostenible. La tecnología ha comenzado a resquebrajar las fronteras entre los sentidos, permitiendo experiencias artísticas donde el tacto juega un papel activo. Desde la realidad virtual hasta las instalaciones interactivas, el arte contemporáneo está demostrando que el tacto no es un sentido menor, sino un canal fundamental de conexión con las obras. Los museos han empezado a incluir reproducciones 3D de esculturas para ser tocadas por el público, reconociendo que la experiencia táctil puede enriquecer la apreciación estética.
Aceptar que el tacto es crucial para el arte implica abandonar una concepción rígida y limitante de la estética. No se trata de crear un nuevo arte del tacto, sino de reconocer que el arte, en todas sus formas, ha sido siempre multisensorial. La verdadera experiencia estética no se da en la distancia fría de la contemplación, sino en la intimidad del contacto, en la conexión profunda entre el cuerpo y la obra. Y quizás, en esta recuperación del tacto, podamos también recuperar una forma más auténtica de estar en el mundo.
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