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jueves, diciembre 4, 2025

El uso fascista del término “fascista” | El peso de las razones por: Mario Gensollen

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El peso de las razones

El uso fascista del término “fascista”

No deja de tener su gracia -negra, eso sí- que quienes se presentan como guardianes de la justicia, la equidad y la dignidad, actúen cada vez más como inquisidores con smartphone. Con la prepotencia del recién converso y la torpeza del doctrinario sin matices, los prefectos morales del presente han convertido la palabra “fascista” en un garrote verbal, útil para reventar cualquier desacuerdo, sofocar toda duda y cancelar, con fanfarria digital, al disidente. Lo curioso -y lo inquietante- es que en esa cruzada por extirpar la herejía ideológica, el uso del término ‘fascista’ ha adquirido tintes… fascistas.

El fenómeno no es nuevo, pero ha alcanzado en nuestros días el halo del humor involuntario. Una ideología ha seducido a los miembros menos avispados de la sociedad y los ha convencido de que cualquiera que opine distinto a lo que predica el mainstream de la nueva izquierda es, por definición, un “facho”. No uno con botas y correaje, no uno que alce la mano al sol: basta disentir. En este nuevo orden semántico, “facho” es quien no aplaude todas las causas identitarias sin reparos, quien osa cuestionar el dogma de la interseccionalidad o quien propone una noción alternativa de justicia. Aquí no hay grises: hay puros y hay impuros. Y los impuros son fascistas.

Nada de esto debería sorprendernos. Los acólitos de esta nueva secta posmoderna sienten la imperiosa necesidad de agitar su dedito flamígero para condenar a todo dios por no ser suficientemente puro. La política se volvió misa; el disenso, sacrilegio. En vez de construir argumentos, repiten mantras. En vez de debatir, señalan. Es el teatro del anatema, donde la consigna suple a la razón y la indignación reemplaza al análisis.

Lo más grotesco no es solo la banalización del concepto de fascismo, sino su perversión. Para los líderes infalibles de la secta woke, “fachos” son desde los conservadores, los neoliberales, los anarco-capitalistas, hasta los socialdemócratas y los liberales clásicos. Todos caen, sin distinción, en la misma hoguera conceptual. Si no eres un devoto acrítico del credo progresista, eres un reaccionario encubierto. El espectro político entero queda cancelado por decreto moral.

En este contexto, cobra especial valor el ensayo de Santiago Gerchunoff, Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo (Barcelona: Anagrama, 2024). No se trata de una defensa de ningún régimen: es una defensa del lenguaje, y con él, de la posibilidad misma de entender el mundo. Gerchunoff no niega los peligros reales del autoritarismo, pero sí señala cómo la palabra “fascismo” ha sido vaciada de contenido y rellenada con pulsiones afectivas. Su uso, dice, no ilumina, oscurece; no explica, exorciza. Sirve menos para comprender al adversario que para reafirmar la propia superioridad moral.

Llamar “facho” a todo aquel que esté en desacuerdo activa una emoción política intensa: la identificación con la resistencia antifascista del siglo XX y la reconfortante sensación de encontrarse en el presunto “lado correcto de la historia”. Es una emoción narcisista y cobarde: permite sentirse heroico sin correr riesgos, sin comprender y sin hacerse cargo de nada. Como si Twitter fuera Normandía y cada tuit una bala contra Hitler. La épica es cómoda cuando no implica más que un clic.

Claro que los lápices menos afilados de nuestra sociedad son wokes irredentos. No porque comprendan la historia, sino porque el wokismo ofrece una visión simplista y tranquilizadora de la política. Etiquetar sin miramientos a quienes opinan distinto como “fascistas” evita realizar un análisis profundo de nuestros desafíos reales. Evita, sobre todo, pensar con detenimiento. El wokismo garantiza su reproducción: un ejército de indignados perpetuamente confundidos, pero convencidos de tener razón.

Ejemplos sobran. Tras la triste y reciente muerte de Mario Vargas Llosa, muchos se apresuraron a dar sus sesudas opiniones: se le admira como narrador, se le desprecia como intelectual. Yo preferí opinar sobre esas opiniones, especialmente sobre las provenientes de escritores orgullosos de su mediocridad periférica y de vender apenas un puñado de ejemplares de sus historias infumables. (Así las cosas). Les agradecí, eso sí, por evitar la crítica literaria: sería insoportable verlos agregar a su currículo de fracasos el negar que Vargas Llosa tuvo una de las mejores prosas de nuestra lengua. Pero lo peor no es su ignorancia: es su hipocresía. Defensores de dictaduras, como la cubana y venezolana, y de regímenes abyectos, como el peronista, ahora tachan de “impresentables” las opiniones sensatas de un liberal coherente que defendió siempre la democracia, la pluralidad y el disenso. Para quien no había dictaduras buenas ni legítimas. Para ellos -cómo sorprendernos-, Vargas Llosa era un “facho”, como lo era Javier Marías, o como lo es Arturo Pérez Reverte. Ser facho, ahora que lo pienso, no suena nada mal en dicha compañía.

Otro ejemplo más reciente, urgente y sintomático: el linchamiento simbólico a Margo Glantz por solidarizarse con el pueblo judío. Cinco hombres encapuchados lanzando gritos, improperios y consignas contra una mujer de 95 años, arrebatándole la palabra en un recinto universitario. ¿Qué podemos esperar de sujetos incapaces de diferenciar al actual gobierno nacionalista de Israel -condenable, sin duda- del estado de Israel como estructura institucional; y de ambos respecto del pueblo judío, diverso, plural y disperso? El nuevo progresismo, tan afecto a la denuncia automática, confunde todo. Y en esa confusión, suscribe de manera al menos implícita un antisemitismo vergonzoso, uno que hoy ya no proviene de los “fachos” tradicionales, sino de los nuevos justicieros morales.

La izquierda que usó el término “fascista” para referirse a toda forma de conservadurismo hoy lo usa también para descalificar a cualquiera que ose dudar de su catecismo. Como en los viejos regímenes que decía combatir, la duda se castiga, la disidencia se purga, la impureza se denuncia. El lenguaje se convierte en campo minado: una palabra en falso y serás expulsado del Edén progresista. La lógica ya no importa. La evidencia, tampoco. Importa la adhesión emocional, el compromiso tribal. La sumisión inmediata y absoluta.

Lo que no parecen advertir estos nuevos censores es que su uso abusivo del término “fascista” es, en sí mismo, profundamente “facho”. Impone una visión única del bien, niega legitimidad al adversario, condena la pluralidad como amenaza. Así, lo “antifascista” deviene indistinguible del totalitarismo que dice combatir. No hay paradoja más siniestra que esta: fascistas disfrazados de antifascistas, tiranos con lenguaje inclusivo.

Lo que se juega aquí no es solo un término: es la posibilidad misma del disenso civilizado. Si todo adversario es un “facho”, no hay con quién hablar. Si toda crítica es odio, no hay espacio para la deliberación. La política se vuelve guerra santa, y los ciudadanos, cruzados o herejes. Es el triunfo del dogma sobre el diálogo, del catecismo sobre la conversación democrática.

Urge recuperar el lenguaje. Urge devolverle al término ‘fascismo’ su peso histórico, su gravedad conceptual. Y urge también -con más firmeza que nunca- resistir el chantaje moral de quienes lo usan como arma arrojadiza. No porque el fascismo no exista, sino porque si todo es fascismo, nada lo es. Y en esa confusión, florecen los verdaderos monstruos.

Tal vez sea hora de dejar de jugar a los antifascistas de ocasión y comenzar a pensar con rigor. Tal vez sea hora de dejar de temer al disenso y empezar a valorarlo como lo que es: el corazón de la democracia. Tal vez sea hora de recuperar la política como espacio de conflicto legítimo, no como ritual de purificación ideológica. El futuro, si ha de ser verdaderamente libre, no puede estar en manos de inquisidores con megáfono.

mgenso@gmail.com

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