El peso de las razones
El intelectual solitario
Ciertos acontecimientos iluminan verdades que se hacen más evidentes con el paso del tiempo. Uno de ellos ocurrió el 12 de octubre de 1936 en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Allí, entre oficiales franquistas, obispos cómplices y falangistas exaltados, Miguel de Unamuno pronunció un discurso que aún resuena con inusitada urgencia. No se trató de una pieza oratoria cuidadosamente elaborada ni de un ataque incendiario; fue más bien un acto de lucidez en un tiempo que la repudiaba: una defensa valiente, casi temeraria, de la palabra frente al rugido del fanatismo. Unamuno no habló para convencer a nadie; habló para que su silencio no fuera confundido con complicidad.
Era el “Día de la Raza”, una celebración impregnada de nostalgia imperial, donde el ambiente del paraninfo hervía con saludos fascistas y estandartes. Carmen Polo, esposa de Franco, ocupaba un lugar destacado, mientras el general José Millán-Astray, fundador de la Legión, presidía el acto exhibiendo un cuerpo mutilado y un rencor intacto. El poeta falangista José María Pemán había ensalzado con entusiasmo el lema de la “unidad de destino en lo universal”, y el profesor Francisco Maldonado había proclamado, con violencia retórica, que Cataluña y el País Vasco eran “cánceres” que el fascismo debía extirpar “cortando en carne viva”. En ese entorno saturado de hostilidad, Unamuno, rector marginado, envejecido y consumido por la amargura, se puso lentamente de pie.
Nadie esperaba que hablara. Para algunos era un vestigio despreciable; para otros, una amenaza intolerable. Pero Unamuno, con la determinación de quien intuye que está arriesgando todo, tomó la palabra. Su intervención fue breve, precisa, demoledora. No se limitó a pedir moderación ni a condenar tímidamente la violencia; denunció con claridad y sin ambages el “odio intelectual” del franquismo: la sustitución sistemática del pensamiento por la consigna armada. Ridiculizó el absurdo lema de “¡Viva la muerte!”, que glorificaba la aniquilación como una verdad sagrada. “Este es el templo del intelecto -proclamó- y yo soy su sumo sacerdote”. Y con la serenidad de quien enuncia una verdad irrevocable, lanzó su frase inmortal: “Venceréis, pero no convenceréis”. Podrían imponerse por la fuerza bruta, pero persuadir mediante razones les era imposible.
Millán-Astray explotó. “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!”, rugió con la rabia visceral del fanático, haciendo resonar el paraninfo con una ovación cargada de amenazas. La multitud estuvo a punto del linchamiento. Carmen Polo, movida tal vez por respeto hacia la poesía religiosa del rector, intervino discretamente para protegerlo. Escoltado por unos pocos, Unamuno abandonó el recinto. Días después fue destituido, y pocas semanas más tarde murió recluido en su casa, profundamente desilusionado por la España que había amado con pasión. Su último gesto público no fue una muestra de heroísmo gratuito, sino una disidencia genuina: un intelectual solitario que, frente al dogma, reivindicó la libertad de expresión y de pensamiento.
Aunque algunos historiadores cuestionan ciertos detalles de aquel día, su peso simbólico permanece intacto: una defensa irreductible de la razón frente a la barbarie. Unamuno no era un hombre puro ni impecable. Su vida estuvo marcada por contradicciones, simpatías erráticas y un breve apoyo inicial al alzamiento franquista, que pronto repudió públicamente. Precisamente por ello, su gesto conserva su fuerza. No fue un héroe inmaculado, sino un hombre complejo, atravesado por dudas y tensiones, que se negó a renunciar a la capacidad crítica del pensamiento.
Hoy, cuando se exige pureza ideológica bajo nuevas formas y nuevos términos, el ejemplo de Unamuno sigue interpelándonos. El pensamiento nace justamente donde muere el eslogan. La inteligencia, lejos de ser un lujo prescindible, constituye la única forma digna de habitar el conflicto sin sucumbir al odio. No invoco a Unamuno desde la nostalgia, sino como símbolo de una postura incómoda pero necesaria: la del disidente que no abandona la conversación. La izquierda reaccionaria que aquí cuestiono no grita “¡Muera la inteligencia!”, pero a menudo la asfixia con eufemismos, protocolos y credenciales morales que sustituyen el argumento racional por la identidad. No fusila adversarios, pero los cancela; no clausura universidades, pero las vuelve monótonas y reacias a la duda; no quema libros, pero escruta con desconfianza cada palabra que resuena en las aulas.
No busco reavivar guerras culturales bajo nuevas banderas, sino señalar una lógica compartida: aquella que percibe el pensamiento crítico como una amenaza, que considera la discrepancia como una traición, y que condena el error como una impureza. Estas palabras surgen de una incomodidad que rechaza consuelos fáciles, de una impureza asumida como condición fundamental del pensamiento vivo. Es una resistencia frente a la consigna, a la vigilancia moralizante y al automatismo del credo ideológico.
Escribir, como hablar aquel día en el paraninfo, puede ser un acto solitario, pero no es inútil. A veces, una frase incómoda es suficiente para fisurar la gramática del poder; otras veces, recordar que la inteligencia no se rinde mantiene viva la posibilidad de otro tipo de conversación. Unamuno lo supo entonces, y hoy lo saben los que se atreven a pensar sin pedir permiso.
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