La reciente ofensiva del gobierno de Donald Trump contra la Universidad de Harvard no es solo un choque entre una administración conservadora y una institución académica liberal: es un experimento político en el que se utiliza el estatus migratorio como herramienta para castigar la disidencia y redibujar los márgenes del debate académico en Estados Unidos.
La chispa se encendió cuando Harvard se negó a entregar al Departamento de Seguridad Nacional (DHS) los nombres, países de origen y registros disciplinarios de sus estudiantes extranjeros, en especial de aquellos vinculados a protestas propalestinas. La respuesta del gobierno fue inmediata y desproporcionada: la revocación de la certificación SEVIS, indispensable para que una universidad pueda inscribir a estudiantes internacionales. Una jueza federal bloqueó temporalmente la medida, reconociendo que causaría un “daño inmediato e irreparable” no solo a la universidad, sino a más de 7,000 estudiantes provenientes de al menos 140 países.
Aunque la administración insistió en que la medida responde al supuesto “incumplimiento de la ley” por parte de Harvard, la narrativa oficial se desdibuja entre acusaciones vagas de antisemitismo, reclamos de sobrepoblación extranjera en el campus y un sospechoso interés en la procedencia de los estudiantes. Trump ha criticado que “el 31% del alumnado es extranjero”, cuando en realidad la cifra oficial es de 27.2%, y ha reclamado que “ningún gobierno extranjero contribuye con dinero a Harvard”, como si la educación superior debiera ser una transacción bilateral.
El problema va más allá de los números: se trata de una campaña más amplia contra la autonomía universitaria. Harvard es apenas la más visible entre varias instituciones que han sido amenazadas o sancionadas por la Casa Blanca. Columbia, Cornell, Princeton, Brown, la Universidad de Pensilvania… todas han visto recortes millonarios, investigaciones abiertas y advertencias sobre sus políticas de diversidad, inclusión o libertad académica. El mensaje es claro: alinearse o perder recursos.
Para Harvard, el asunto es existencial. No por sus finanzas —cuenta con un fondo patrimonial de 53 mil millones de dólares— sino por su misión. Su presidente, Alan M. Garber, ha defendido que ningún gobierno debería dictar qué se enseña, a quién se admite o qué líneas de investigación se pueden seguir. En su carta del 11 de abril, Garber calificó las exigencias de la administración como una “extralimitación sin precedentes”, una que busca suprimir expresiones políticas y controlar el pensamiento universitario bajo el pretexto de combatir el antisemitismo.
El contexto internacional también ha intensificado la tensión. La cancillería china condenó la medida, y estudiantes de países como India y Egipto han expresado públicamente su incertidumbre, miedo y frustración. Para muchos, ser expulsados significaría no solo el fin de una carrera académica sino también la ruptura de proyectos de vida planeados por años.
La maniobra del gobierno —exigir listas de nombres, videos de protestas, restricciones a la expresión estudiantil y reformar políticas internas— remite más al control estatal de regímenes autoritarios que a la tradición democrática de Estados Unidos. Bajo la retórica de la seguridad nacional, se esconde una lógica de censura y castigo. Lo preocupante es que la herramienta utilizada no es nueva, pero sí más agresiva: cortar visas, amenazar con deportaciones, congelar fondos. En esta ecuación, los estudiantes se convierten en peones geopolíticos, y las universidades, en trincheras ideológicas.
Si bien la jueza Burroughs ha concedido una medida cautelar, el conflicto está lejos de resolverse. La demanda de Harvard por violaciones constitucionales, los señalamientos de coerción política y el debate sobre los límites del poder ejecutivo sobre instituciones privadas seguirán escalando.
En una época en la que el antisemitismo real convive con acusaciones interesadas, y la diversidad se convierte en blanco político, el caso de Harvard marca un precedente delicado. No solo pone en juego el futuro de miles de estudiantes, sino que redefine la relación entre el poder y el conocimiento. En ese pulso, lo que se debate no es una cifra porcentual, sino el tipo de país que quiere ser Estados Unidos. Uno que recibe talento del mundo o uno que lo expulsa cuando no le es ideológicamente útil.




