El peso de las razones
El ansia de parecer inteligentes
Vivimos un tiempo en que el ansia de parecer inteligentes ha ido desplazando, sin pudor, el trabajo silencioso de pensar. La conversación pública premia el ingenio instantáneo por encima del juicio ponderado: chispazos de ironía, condenas sumarias, ademanes de superioridad moral. Importa el gesto más que el argumento; la exhibición, más que la evidencia.
Ese moralismo performativo adopta una liturgia reconocible: detectar una falla, señalarla con dedos flamígeros, reclamar penitencia y marcharse con la conciencia en alto. La lógica es sencilla: quien denuncia, luce; quien duda, se enreda. Y como toda liturgia, esta también tiene su puritanismo: un código de pureza que promete claridad absoluta a cambio de amputar matices.
Cuando la coherencia amenaza con quebrarse, la narrativa se protege. Se cambian definiciones a medio camino, se desplaza la carga de la prueba, se invoca una excepción a destiempo. No se busca entender la objeción, sino sofocarla. La prioridad es conservar la pose, no la precisión.
La galería de villanos está bien surtida. “Neoliberalismo” funciona como palabra talismán: dicho en voz alta, explica cualquier mal; repetido tres veces, exorciza toda complejidad. Se olvida distinguir políticas concretas, contextos, efectos deseados y no deseados. Todo cabe en la etiqueta si de exhibir lucidez se trata.
El “imperio yanqui” sigue siendo comodín. Cuando falta un argumento, aparece una mano invisible de Washington para cerrar el caso. No es que no existan injerencias reales; es que el reflejo conspirativo ahorra la fatiga de documentar, comparar y calibrar causales. Denunciar es más rápido que demostrar.
Israel ocupa un lugar ambiguo en ese repertorio. Criticar a un Estado y sus políticas es legítimo -y a menudo necesario-; convertir a los judíos en sinécdoque del mal es otra cosa. El salto de la crítica política al estereotipo, o a un antisemitismo apenas maquillado, se ha vuelto peligrosamente común. Exigir precisión aquí no es tibieza, es higiene intelectual.
El cambio climático representa una urgencia real. Pero la tentación apocalíptica -todo o nada, ahora o nunca- a veces convierte una discusión técnica y política en un concurso de pureza. Si la virtud se mide por el volumen del alarmismo, la búsqueda de soluciones eficaces se vuelve sospechosa, como si negociar, priorizar o evaluar costos fuese claudicar.
La “extrema derecha” se ha vuelto etiqueta inflacionaria. Lo mismo sirve para libertarios antirregulatorios que para ultranacionalistas identitarios. Esa amalgama borra diferencias decisivas: no es lo mismo la fe ciega en el mercado que la fe ciega en la nación; ni el aislacionismo fiscal que el etnonacionalismo. Sin distinciones, la crítica pierde filo y gana comodidad.
La inteligencia artificial es la adquisición más reciente del museo de horrores. Se la presenta como nuevo Leviatán cultural que devora empleos, imaginación y democracia. Hay motivos serios de preocupación -concentración de poder tecnológico, sesgos opacos, usos militares-, pero también hay oportunidades tangibles: diagnóstico médico, traducción científica, educación personalizada. Si todo es amenaza, nada merece ser entendido.
Este teatro de seguridades tiene su economía política: el aplauso. Las redes retribuyen la certeza breve, la frase que perfora el timeline, el veredicto que no da lugar a réplica. La pregunta honesta, el “no sé” responsable, la distinción incómoda, rara vez cotizan. Entre el like y la paciencia, gana el like.
La consecuencia es previsible: el espacio público se vuelve inhóspito para la verdadera inteligencia que duda. El matiz se penaliza como tibieza, la prudencia como cobardía, la caridad interpretativa como complicidad. En ese clima, pensar bien deja de ser una virtud y se convierte en estorbo.
Aquí conviene hacer una pausa y tender un puente: este culto a la apariencia no solo empobrece el debate; también expulsa la inteligencia real, que es lenta, trabajosa y, con frecuencia, ingrata. En un ecosistema que premia certezas dramáticas, la lucidez paga peaje.
La inteligencia genuina no es un brillo, es un hábito. Observa antes de juzgar, formula preguntas antes de emitir sentencias, desconfía de su propia intuición. Le interesa la evidencia que la contradice y el argumento que la obliga a corregir rumbo. Sabe que comprender cuesta más que condenar, y aun así acepta el costo.
Ese costo no es menor: tristeza ante la miseria del mundo cuando se mira de frente; cinismo como tentación defensiva cuando el ruido ahoga la conversación; soledad intelectual cuando el coro exige unísonos, no contrapuntos. Y el riesgo permanente de ser malinterpretado por no sumarse al ritual.
Aun así, hay una ética mínima que puede rescatar algo de cordura. Pedir definiciones antes de discutir rótulos. Distinguir planos -moral, legal, técnico- antes de juntar agravios. Conceder lo atendible del adversario. Reconocer áreas de incertidumbre. No confundir urgencia con omnímoda licencia para simplificar.
Tampoco se trata de relativizarlo todo. Hay batallas necesarias: contra el racismo, la violencia, la corrupción, la guerra injusta, la destrucción ambiental, el abuso de poder -incluido el tecnológico-. Pero pelear bien exige saber qué se discute, con qué evidencia, con qué medios y a qué costo. Lo contrario es coreografía.
Volvamos al punto de partida: parecer inteligente es fácil si uno tiene a mano una lista de villanos y tres frases lapidarias. Serlo exige una paciencia casi impopular, la humildad de corregirse y la valentía de disentir del propio bando cuando hace falta. Eso no da tantos aplausos, pero deja menos ruinas.
La salida no es callar, sino bajar un escalón: menos estrado, más mesa; menos catecismo, más conversación. No perder el filo crítico, pero afilarlo con responsabilidad. Al final, la inteligencia no es espectáculo, es servicio: a la verdad, a la justicia, a la vida común.
Tal vez por eso el Eclesiastés advirtió: “en la mucha sabiduría hay mucha tristeza; y quien añade ciencia añade dolor”. El ansia de parecer inteligentes busca gratificación instantánea; la inteligencia real, en cambio, acepta el dolor de comprender para poder decidir mejor. Más pensar despacio; menos posar de juez.
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