El peso de las razones
La paradoja populista
Populist politics involves magical thinking.
Jonathan Sacks, Morality: Restoring the Common Good in Divided Times
El populismo nace del cansancio: de la percepción de que la democracia se redujo a trámite y de que la representación se volvió un teatro de voces ajenas, donde unos pocos hablan por los muchos sin escucharlos jamás. Responde a la fractura entre instituciones que se blindan y ciudadanos que, aunque votan, no se reconocen en las decisiones que afectan su vida. Allí donde la tecnocracia cerró puertas y la oligarquía monopolizó beneficios, el populismo prometió devolver la voz y poner al pueblo en el centro de la vida pública. Esa promesa se encarna en símbolos visibles: el líder que “traduce” el malestar de los olvidados; la plaza que sustituye al despacho; la asamblea como liturgia de cercanía; el lenguaje común que desarma el dialecto árido de los informes técnicos. En ese escenario, la política vuelve a sonar como conversación y no como memorando. Muchos descubren ahí un interlocutor que los mira a los ojos.
No conviene desdeñar esas virtudes. El populismo lubricó engranajes oxidados: redujo barreras de entrada a la participación, desterró el miedo a hablar en público y desmontó la superstición de que la complejidad justifica la opacidad. Recordó que la democracia no puede limitarse a un cálculo pericial ni a un automatismo legal; que hay agravios que solo se nombran con la voz quebrada y desigualdades que exigen un lenguaje moral antes que un cuadro de Excel. Tuvo además el mérito de denunciar la clausura oligárquica de ciertos circuitos de decisión. Allí donde unos pocos cultivaron la falsa neutralidad del experto para legitimar privilegios, el populismo señaló la herida: exhibió la captura regulatoria y la cooptación del Estado por intereses concentrados.
Esa apertura, sin embargo, descansó en una desconfianza radical hacia toda mediación. En nombre de “devolver” la soberanía al pueblo, el populismo equiparó representación con traición e institución con engaño. El resultado fue un cortocircuito: los mismos conductos que procesan demandas y convierten pasiones en política pública fueron vistos como obstáculos ilegítimos. La cercanía simbólica degeneró en sospecha administrativa. La desconfianza alcanzó también a las élites epistémicas: especialistas y técnicos que, con todos sus defectos, resultan indispensables para administrar bienes complejos. Ni la epidemiología, ni las finanzas ni la red eléctrica pueden conducirse a golpe de eslóganes. Pero el populismo, que triunfó oponiendo sencillez a opacidad, quedó cautivo de su propio éxito retórico: si el experto fue pintado como impostor, ¿cómo justificar su necesidad al gobernar?
Ahí se abrió la grieta entre hacer política y gobernar. La campaña se alimenta de hipérboles y contrastes morales; el gobierno, en cambio, requiere concesiones y pericia. El populismo, aun en el poder, persiste en modo campaña: no desmonta al adversario imaginario y convierte en enemigos a quienes introducen matices. La política convertida en oposición desde el gobierno genera una anomalía: se gobierna contra el propio gobierno. Los boletines sustituyen a los planes y la arenga suplanta al procedimiento. La voluntad política se vuelve comodín para aplazar los límites materiales. Se inaugura, se anuncia, se promete; se administra poco.
De ese hábito surge la decisión simbólica: la que privilegia el impacto identitario por encima de los resultados. La consulta que “hace sentir” a la gente que decide, aunque el expediente ya esté resuelto; el recorte que “castiga” privilegios, aunque erosione capacidades imprescindibles; el gesto de austeridad que ahorra centavos y pierde millones en eficacia. Un ejemplo recurrente es la obra erigida como tótem de pertenencia. Se construye para ser bandera, de modo que cualquier crítica se interprete como traición al pueblo que la “soñó”. Su evaluación deja de hacerse en términos de costo de oportunidad o mantenimiento y se reduce a una prueba de lealtad. En paralelo, se purgan organismos autónomos, se colonizan agencias reguladoras y se degradan los servicios civiles de carrera. Se confunde la captura con la coordinación y la rendición de cuentas con obstruccionismo. La independencia técnica -que debimos reformar- se reemplaza por obediencia. Se gana control, pero se pierde memoria institucional y contrapesos que previenen errores costosos.
Sin intermediaciones confiables, se rompe el circuito de aprendizaje de la política. El gobierno filtra malas noticias para no “dar armas” a la oposición y habita una cámara de eco que lo blinda de su propio desempeño. La crítica se interpreta como conspiración. La evaluación ex post se vuelve rara y la corrección de rumbo, tardía. Todo Estado administra escasez, riesgos e incertidumbre. Para hacerlo bien requiere dos cosas: escuchar y saber. El populismo prometió lo primero y desdeñó lo segundo, convencido de que la voluntad compensa a la técnica y de que la intuición popular corrige al dato. Ese desdén funciona mientras sopla el viento a favor; con marejada, revela que la eficacia no era un lujo, sino la condición mínima del cuidado público.
El impacto se hace tangible en los servicios: un sistema de salud que improvisa cadenas de suministro, una política educativa diseñada desde la sospecha y una infraestructura cuya operación no se planificó. Los ciudadanos buscan al gobierno cercano; hallan ventanillas sin capacidad y megáfonos con mensaje. Y así se consuma la paradoja: el proyecto que llegó invocando a la gente termina abriendo una nueva distancia con ella. Ya no es la frialdad elitista de antes, sino la proximidad impotente de ahora. El Estado habla más y resuelve menos. El líder convoca más y corrige menos. Y el pueblo, tantas veces invocado, aparece cada vez menos atendido. Cuando esa distancia se convierte en queja, la respuesta no es hacerse cargo, sino reactivar la dialéctica amigo-enemigo. Lo que nació como promesa de reparación degenera en gesto de revictimización: al dolor se añade la sospecha.
La soberanía popular, proclamada como principio, se encoge hasta convertirse en soberanía de la voz que la proclama. Se sustituye representación por simulacro: ya no media la institución, sino la persona que decide qué parte del pueblo merece llamarse “el pueblo”. La democracia se reduce a una liturgia de adhesiones.
Queda la duda final. Tal vez la paradoja no sea accidente, sino la lógica inherente del populismo: un proyecto que, desde la izquierda o desde la derecha, convierte la complejidad en sospecha y la distancia en identidad. O quizá no: quizá sea posible escuchar sin despreciar el saber y saber sin sofocar la escucha. La historia no ofrece un veredicto. Deja, más bien, un escepticismo inevitable: si el populismo es cercanía sin eficacia e identidad sin desempeño, no hay salida; si cabe sostener a la vez la escucha y el saber, aún no sabemos cómo.
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