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jueves, diciembre 4, 2025

Elogio de la cultura popular y el arte de masas | El peso de las razones por: Mario Gensollen

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El peso de las razones 

Elogio de la cultura popular y el arte de masas

Poor is the man whose pleasures depend on the permission of another.

Madonna

Muchos amargados -ataviados con bombín, guante y pipa- pasan la vida entera convencidos de que existen dos reinos estancos: la alta cultura, sofisticada, sutil, supuestamente reservada a los entendidos, y la baja cultura, esa que a lo sumo consumirían con culpa, como si fuese comida chatarra espiritual. Me divierte la soltura con que reparten carnés de respetabilidad estética: Bergman en una mano; las momias de Guanajuato y el Santo, en la otra. Como si hubiera que escoger entre huevas de esturión y tacos de canasta.

Las diferencias –pace nuestros esnobs de turno- tienen menos que ver con un elitismo estético (injustificado) que con los modos de producción y circulación. Para Noël Carroll, lo decisivo del “arte de masas” es su posibilidad de reproducción técnica, su amplia difusión y su inteligibilidad para públicos diversos. Cine, televisión, música pop, cómics: artes en plural, industrias creativas y dispositivos de placer colectivo. Nada que reprochar; nada de qué avergonzarse.

La vieja tensión entre “alta” y “baja” cultura se parece a esas discusiones futboleras donde un coro de sabihondos proclama que el único fútbol que merecería existir es el tiqui-taca lírico, mientras desde las gradas alguien reivindica el patadón y la épica de segunda división. Como si la vida prohibiera disfrutar a la vez del Barcelona y del partido del domingo en el llano. Confieso: me fascina Kubrick y me divierten las películas del universo de El conjuro. Y no, no me explota la cabeza.

Lo curioso es que la presunta alta cultura siempre necesitó de la baja como contraste. El esnob vive para diferenciarse: señala desde la torre de marfil. El gusto, para solaz de los acólitos de Bourdieu, funciona a menudo como frontera social. Pero tras esa frontera hay algo más simple y humano: la capacidad de gozar, emocionarse, reír o asustarse sin pedir permiso a un comité de expertos.

Tómense las películas de terror -en particular las de zombis-, menospreciadas por quienes creen que la única angustia legítima es la de Kierkegaard. Basta ver una sala a oscuras gritar al unísono cuando el muerto viviente se abalanza sobre la encantadora protagonista para entender que ahí ocurre algo que la “gran literatura” no siempre alcanza: un goce comunitario, un pequeño ritual compartido. Algo semejante ocurre con lo que Stanley Cavell llamó “comedias de enredo matrimonial”: bajo el velo del equívoco doméstico laten preguntas filosóficas sobre el amor, el reconocimiento y la vida en común. Sonrisas de ironía que contienen más sabiduría que muchas tesis doctorales.

Yo paso casi toda la semana pensando y escribiendo cosas “académicas” (solo en apariencia serias). Sería delirio exigir a mi ocio el mismo régimen de precisión conceptual. Que me disculpen los guardianes del gusto: también necesito la música indie catalana, el eco melódico de R.E.M. o el recuerdo adolescente del grunge. Se repite que hay que “educar el gusto”, como si la experiencia estética fuera una virtud cívica que deba domesticarse. La vida ya nos educa con facturas, burocracia y malas noticias. El arte y la cultura deberían ser, más bien, lugares de desobediencia, de goce sin vigilancia y de felicidad sin justificación.

El esnobismo, además, excluye. Quien cita a Perec para acreditar una sensibilidad superior mira con displicencia al que se emociona con Paul Auster o Haruki Murakami. Yo no tengo problema en confesar que me gustan: ¿qué voy a hacer? No me avergüenza. La literatura no es un examen ante un tribunal invisible. Y si de culpas hablamos, ¿por qué sentirla al escuchar indie pop o al gritar un gol en tiempo de compensación? ¿No son también momentos de intensidad estética, aun cuando los produzca la industria del entretenimiento?

¿Qué diferencia ontológica separa la lágrima que arranca Haneke de la que provoca un penalti fallado en la final de la Champions? Es evidente que existen diferencias de complejidad, tradición y densidad simbólica; nadie lo niega. Pero la jerarquía que condena lo popular como indigno dice más del miedo de ciertas élites culturales a mezclarse que de una supuesta objetividad estética. El gusto, al final, es muchas veces un mapa de ansiedades sociales disfrazado de criterio.

La música es un ejemplo perfecto. Hubo un tiempo en que mi vida se midió en riffs de grunge; después, en la lírica melancólica de R.E.M.; hoy, en los ritmos juguetones del indie catalán. ¿Signos de decadencia? ¿Traición a valores superiores? O, más bien, evidencia de que el gusto es un organismo vivo, mutante, que se alimenta de lo que nos hace felices en cada etapa. Sumergirme en Cărtărescu -sus laberintos barrocos- me satisface tanto como ver boxear a un zurdo elegante o como ese pase imposible que, contra toda probabilidad, completan los Bills de Búfalo. Intensidades distintas, códigos distintos, el mismo goce.

La cultura popular no es amenaza alguna; es uno de los pocos territorios donde se suspende por un rato la vigilancia de las jerarquías. Ahí conviven el “placer culposo” de la telenovela y la emoción sincera de un concierto, y esa convivencia es más democrática que cualquier canon. El llamado arte de masas recuerda que la estética no es propiedad privada de los doctos: una película de exorcismos puede perturbar como una tragedia griega, y una canción pop puede decir más de nuestra vida amorosa que un tratado escolástico.

Hay críticos obsesionados con separar lo efímero de lo eterno, como si contaran con acceso privilegiado al futuro. Sospecho que lo eterno se fabrica con acumulaciones de placeres efímeros: películas vistas en la adolescencia, canciones escuchadas en bares, goles gritados en estadios. Esa es la memoria estética real de nuestras vidas. ¿No es la felicidad -no la solemne de los discursos, sino la concreta de reconocer un acorde, reír con una comedia “tonta” o asustarse en un cine lleno- la medida última de la experiencia estética?

Si el arte no sirve para hacernos sentir vivos, ¿para qué sirve? ¿Para rascarnos meditativamente la barba o para pasearnos en pleno verano, bufanda al cuello, por los pasillos de un museo con gesto afectadamente contemplativo? La distinción entre alta y baja cultura es un mal hábito -como corregir en público-: sirve para marcar distancia, fabricar una ilusión de superioridad que se desvanece cuando recordamos que detrás de cada erudito hay también un espectador que alguna vez rió con un chiste vulgar o cantó a gritos una canción pop.

Defiendo, pues, el derecho al disfrute sin prejuicios: leer a Murakami un martes por la noche; ver box un sábado; sumergirse en Kubrick un domingo; escuchar indie pop catalán un lunes; y ver películas del Santo el día que la vida lo pida. No hay contradicción: hay vida. Elogiar la cultura popular y el arte de masas es elogiar la libertad de gozar: no la libertad abstracta de las constituciones, sino la libertad íntima de disfrutar sin pedir perdón. Si eso resulta insoportable para los guardianes del gusto, que sigan en su torre. Nosotros, aquí abajo, seguiremos felices, disfrutando de todo.

mgenso@gmail.com

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