El Peso de las Razones
Elogio de la equidistancia
La política lo ha invadido todo. En nuestra vida cotidiana, cada acto trivial viene ahora cargado de connotaciones ideológicas. Lo que comemos o bebemos, la marca de ropa que usamos, hasta el entretenimiento que elegimos: todo es examinado bajo un microscopio político en busca de adhesiones o desafectos. Ningún ámbito parece a salvo: las conversaciones casuales, las redes sociales y hasta los gustos personales se han convertido en trincheras donde se libra una batalla simbólica.
Cada amistad que cultivamos, cada lugar que frecuentamos, se interpreta en clave política. Se escrutan nuestros círculos sociales: la gente juzga con quién nos relacionamos, dónde trabajamos, qué medios consumimos. Vivimos pendientes de un tribunal invisible que evalúa constantemente nuestra pureza ideológica.
Incluso el silencio se ha vuelto sospechoso. No pronunciarse sobre la polémica del día puede bastar para que nos tilden de cómplices o insensibles. Hoy se nos exige no solo tomar partido, sino hacerlo con vehemencia: quien calla, aunque sea por prudencia o legítima incertidumbre, es rápidamente señalado como parte del problema.
La polarización imperante exige definiciones instantáneas. No hay tiempo ni permiso para la reflexión pausada. Se espera de cada cual una adhesión clara y contundente a una facción; cualquier matiz o duda se interpreta de inmediato como traición.
La presión por manifestar lealtad es abrumadora: hay que exhibir credenciales ideológicas a cada momento, demostrar sin descanso que se pertenece al lado correcto de la historia. La consigna es la pureza total: se demanda una conformidad absoluta y acrítica con los dogmas de la tribu.
La duda se ha convertido en pecado y disentir, aquí, en herejía. Plantear preguntas incómodas, relativizar un dogma o negarse a repetir las consignas se percibe como una deslealtad imperdonable. La respuesta es implacable: se inicia una caza de herejes en la que al disidente se le marca, se le aísla y se le denuncia públicamente hasta silenciarlo. La crítica independiente se ha vuelto una especie en extinción; predomina el miedo a salirse del guión establecido.
En este clima asfixiante, la moderación y la distancia crítica son vistas casi como delitos. La equidistancia -ese negarse a abrazar incondicionalmente un solo bando- se retrata como cobardía o complicidad. Para los fanáticos de cada extremo, no alinearse al cien por ciento con su causa equivale a “estar del otro lado”. Desprecian al equidistante llamándolo tibio, indeciso, moralmente acomodaticio; es el nuevo villano en un mundo de lealtades ciegas.
Sin embargo, aquello que los inquisidores ideológicos tachan de vicio resulta ser, en verdad, una virtud infravalorada. La equidistancia bien entendida no es apatía ni cobardía, sino una forma de lucidez y honestidad intelectual. Consiste en tomar la distancia necesaria para pensar por cuenta propia, en lugar de entregar el juicio crítico a la tribu. Implica negarse a aplaudir consignas que no convencen del todo, atreverse a decir “no lo sé” cuando todos claman certezas rotundas.
Lejos de ser una cómoda neutralidad, esta postura demanda coraje intelectual. Requiere reconocer que ni la derecha ni la izquierda, ni los conservadores ni los progresistas poseen el monopolio de la verdad. Supone admitir que en posiciones opuestas puede haber tanto aciertos como errores, y que ninguna ideología está libre de sesgos ni de excesos. La equidistancia obliga a evaluar cada idea por sus méritos propios, en vez de aceptarla o rechazarla en bloque según la etiqueta que la acompaña.
La distancia crítica abre la posibilidad de encontrar terreno común entre visiones contrapuestas. Desde un punto medio se alcanzan a ver matices que los extremos, enceguecidos por su dogmatismo, pasan por alto. Así, el equidistante puede tender puentes en lugar de cavar trincheras más profundas. Estar equidistante no significa carecer de convicciones, sino tener la convicción de que el diálogo y la comprensión mutua valen más que cualquier victoria sectaria.
Además, recuperar la equidistancia es empezar a despolitizar aspectos de la vida que nunca debieron politizarse. No todo en la existencia es un campo de batalla ideológico, y es sano reivindicar espacios de encuentro humano libres de consignas. Cuando dejamos de filtrar cada interacción por la lente partidista, recordamos que detrás de las etiquetas hay personas de carne y hueso con las que es posible convivir pese a las diferencias. Despolitizar la vida cotidiana significa devolverle espontaneidad, humor y empatía a nuestras relaciones, hoy erosionadas por la suspicacia y el sectarismo.
La urgencia de dar este paso atrás no es menor: nuestra vida pública se ha resquebrajado bajo el peso de antagonismos feroces y una alarmante incivilidad. El debate democrático devino en un choque de monólogos ensordecedores, y la plaza pública en un ring permanente de peleas tribales. En ese ambiente crispado, la moderación y la cortesía han desaparecido, sustituidas por la burla y el insulto al discrepante. Solo recuperando un poco de equidistancia y escepticismo podremos bajar la temperatura, respirar hondo y restaurar las bases de una convivencia civilizada.
De hecho, esta equidistancia es, en el fondo, una forma de escepticismo político. Supone desconfiar de las grandes cruzadas ideológicas y de las promesas utópicas de cada bando. Es un recordatorio humilde de que la política no tiene por qué inundarlo todo, que existen esferas de la vida -la amistad, el arte, la vida interior- donde no rigen las consignas del partido. Tal escepticismo no implica pasividad ciudadana, sino prudencia: entender que a veces la mejor manera de preservar nuestra libertad y cordura es no dejarnos absorber por la vorágine de la vida pública.
La idea de retirarse de una vida pública hostil no es nueva. Ya en el siglo XII, el filósofo andalusí Avempace, en su obra El régimen del solitario, propuso la figura de un sabio que elige vivir apartado de la sociedad corrupta. Ante la imposibilidad de encontrar una ciudad gobernada por la verdad y la virtud, este sabio solitario se repliega al cultivo de sí mismo: se consagra a la contemplación de la verdad, al ejercicio de la virtud y a la vida intelectual, lejos del ruido y la malicia de la política. Avempace veía en esa soledad voluntaria no una renuncia cobarde, sino un régimen de vida superior, una forma de preservar la integridad en tiempos de decadencia cívica.
Siglos después, tras las catástrofes del siglo XX, Ernst Jünger planteó una idea afín en La emboscadura (1951). Allí describe al “caminante del bosque” -el emboscado-, un individuo que se interna metafóricamente en el bosque para sustraerse de un estado totalitario y conservar su independencia interior. En medio de una sociedad uniformada y opresiva, el emboscado no da la batalla en la plaza pública, sino que se refugia en los márgenes desde donde puede resistir sin perderse a sí mismo. Para Jünger, retirarse al bosque era una forma de libertad rebelde: un acto de escepticismo activo frente a un orden social degradado.
Tanto Avempace como Jünger llegaron, cada uno en su época, a la misma conclusión. En circunstancias extremas, la retirada estratégica puede ser una forma de fortaleza, no de cobardía. Sus lecciones resuenan hoy con fuerza: cuando el entorno público se vuelve insoportable para el espíritu libre, apartarse es a veces la única salida digna.
En nuestra época, plagada de fanatismos y ruido, practicar la equidistancia quizá sea el último acto de rebeldía sensata. Renunciar a la pertenencia ciega a cualquier bando para pensar con cabeza propia es un gesto de valentía intelectual y, al mismo tiempo, un acto de salud mental. Puede que la auténtica integridad hoy consista en negarse a jugar el juego polarizador, aunque eso implique quedarse temporalmente al margen de la vida pública.
Después de todo, cuando la plaza pública se llena de gritos y hogueras, acaso lo más sensato sea resguardarse en el silencio del bosque. Desde allí, la verdad puede sobrevivir al incendio, aguardando el día en que vuelva a ser posible dialogar.
mgenso@gmail.com




