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jueves, diciembre 4, 2025

Infiernos hospitalarios: la otra cara del sistema de salud pública mexicano | El Peso de las Razones por: Mario Gensollen

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En México llevamos décadas hablando de un sistema de salud colapsado. Las críticas se repiten como letanías: escasez de medicinas, falta de camas, equipos obsoletos, presupuestos insuficientes. Este diagnóstico tiene la ventaja de ser contundente y al mismo tiempo cómodo: no requiere señalar responsables directos, se imputa a una “carencia estructural” que parece venir de muy atrás y que cada gobierno promete resolver sin éxito. La penuria material es real y dolorosa, pero en esa insistencia se esconde una coartada política: sirve como munición contra el gobierno en turno, como argumento de oposición más que como crítica de fondo.

El énfasis obsesivo en los recursos, por cierto indispensable, funciona como pantalla. Nos convence de que el desastre hospitalario se debe únicamente a la pobreza de insumos. El presupuesto, los medicamentos y los equipos se convierten en los protagonistas del relato público. Lo demás se invisibiliza. Y, sin embargo, en medio de esa escasez se revela un hecho más brutal todavía: incluso con lo poco que tenemos, podríamos hacerlo mejor. Esa constatación incómoda no se discute porque desplaza la responsabilidad desde el Estado abstracto hasta las instituciones concretas y, en última instancia, hasta los profesionales y burócratas que las encarnan.

El verdadero infierno hospitalario no está únicamente en la falta de medicamentos o en el deterioro de las instalaciones, sino en la indiferencia que permea cada pasillo. Ahí donde los pacientes mueren por descuidos evitables, por diagnósticos tardíos, por protocolos que nadie sigue o por decisiones tomadas con apatía burocrática. No se trata sólo de carencias materiales: se trata de omisiones que hieren más que la escasez. Y ese silencio institucional se mantiene gracias a una forma de violencia que rara vez se nombra: la extorsión emocional institucionalizada.

Muchos familiares de pacientes no se atreven a hablar. Tienen miedo -un miedo fundado- de que, si alzan la voz, el trato hacia su enfermo empeore. Ese temor cotidiano se convierte en la regla no escrita de los hospitales: si protestas, lo pagará tu ser querido. Se instala entonces una dinámica perversa en la que la víctima debe agradecer cada migaja de atención, callar cada negligencia, soportar cada maltrato. La queja se vuelve impensable porque amenaza la mínima esperanza de sobrevivencia. Eso no es otra cosa que un mecanismo de control basado en el chantaje emocional.

El ejemplo más visible de estos infiernos son las prácticas de higiene relajadas. En hospitales públicos se normaliza la falta de guantes, las manos sin desinfectar, los procedimientos realizados con premura en condiciones insalubres. Un catéter colocado sin la asepsia necesaria puede significar una infección mortal, pero rara vez se admite que el error fue humano y no de recursos. La narrativa pública prefiere hablar de “falta de material”, cuando lo cierto es que lo disponible se usa de manera negligente o arbitraria.

Otro infierno silencioso se encuentra en los protocolos que nunca se cumplen. Las guías médicas marcan tiempos de intervención, criterios de diagnóstico, seguimientos mínimos. En la práctica, cada servicio hace lo que puede o lo que quiere. El paciente puede pasar horas sin valoración en urgencias, no porque falten médicos, sino porque el turno está saturado por papeleo o porque los responsables priorizan rutinas antes que urgencias. El protocolo está escrito, pero su cumplimiento no se vigila. Y lo que no se vigila, en el sistema hospitalario mexicano, simplemente no existe.

A esto se suma la opacidad en la comunicación con las familias. Padres, hijos o cónyuges reciben explicaciones vagas, contradictorias, incompletas. Un diagnóstico cambia de boca en boca sin coherencia, como si la incertidumbre misma fuera un método. El desconocimiento prolongado produce angustia, pero también sumisión: el familiar acepta lo que le dicen porque no tiene alternativas. Esa ignorancia forzada se convierte en parte del castigo hospitalario: la familia se mantiene a oscuras mientras las decisiones se toman en cuartos cerrados, inaccesibles para quienes deberían estar al tanto.

El sistema también reproduce incentivos perversos. Se premia la rutina antes que la ética. Lo prioritario no es el bienestar del paciente, sino que el papeleo esté completo, que la estadística cuadre, que los reportes lleguen en tiempo. La ética clínica se subordina a la lógica burocrática: se atiende lo que se puede registrar, no lo que realmente urge. Así, la vida humana queda sometida a la dictadura del trámite. Si una enfermera se atreve a saltarse un protocolo de papeleo para salvar una vida, arriesga su puesto. Si cumple el trámite, aunque el paciente se agrave, la institución la protege.

Los infiernos hospitalarios también se manifiestan en la normalización del sufrimiento. Un paciente en dolor extremo puede esperar horas un analgésico porque “así es el sistema”. Se les dice a los familiares que “no hay medicamento”, cuando en realidad el retraso obedece a que nadie quiere hacerse cargo de la gestión. El sufrimiento, como tantas veces en la historia mexicana, se convierte en un hecho rutinario: se tolera, se invisibiliza, se administra con cinismo. Y cuando alguien protesta, el personal responde con frialdad: “así están todos”.

Un rasgo especialmente cruel es la manera en que se trivializan las muertes. Cuando un paciente fallece por negligencia, el evento se absorbe en la estadística. La muerte se vuelve un número, no una tragedia. La familia percibe que la pérdida no tiene importancia institucional. Y en esa indiferencia se juega la violencia más brutal: la vida que se extingue no altera el ritmo del hospital, no convoca reflexión, no genera responsabilidad. Se asume como parte del paisaje, como si en un hospital la muerte evitable fuera un destino y no un fracaso.

La corrupción es otra cara del infierno. Desde el médico que sugiere trasladar al paciente a su consultorio privado, hasta el enfermero que insinúa que una “cooperación” puede acelerar la atención. Todo se mueve en esa frontera gris entre lo legal y lo tolerado. El familiar, atrapado en la desesperación, paga lo que sea necesario, porque sabe que cada minuto cuenta. Así, el hospital público se convierte en un mercado soterrado donde la salud se negocia en susurros, donde la vida adquiere precio y la muerte se abarata.

Este paisaje desolador no aparece en los debates parlamentarios ni en las conferencias de prensa. Los políticos prefieren la narrativa cómoda: la falta de presupuesto, la escasez de medicinas, la corrupción “en las altas esferas”. Ese relato tiene la ventaja de señalar a un culpable lejano y abstracto. En cambio, hablar de la negligencia cotidiana, de la indolencia de pasillo, de la burocracia asesina, obligaría a enfrentar responsabilidades inmediatas y concretas. Y esa verdad resulta insoportable para un sistema que sobrevive en el silencio de sus víctimas.

¿Por qué las familias callan? Porque saben que protestar es arriesgarlo todo. La extorsión emocional institucionalizada consiste precisamente en eso: en mantener a los pacientes como rehenes del silencio de sus familiares. Si reclamas, tu enfermo recibe menos atención, menos cuidado, menos humanidad. Esa amenaza tácita circula como rumor entre las camas: “mejor no digas nada, porque luego te la cobran”. La violencia más eficaz es la que no se nombra, y en los hospitales mexicanos esa violencia es ley.

El miedo no es abstracto, es concreto. Familias enteras han visto cómo, después de una queja, el trato hacia su paciente cambia de inmediato: el medicamento se retrasa, el médico se ausenta, la enfermera se muestra hostil. El mensaje es claro: aquí se obedece o se paga. El silencio se impone no con armas, sino con la amenaza de desamparo. Y en ese desamparo se consuma la derrota de quienes creían que acudir al hospital era buscar auxilio y no adentrarse en un infierno.

En medio de todo, hay profesionales de la salud que resisten, que trabajan con vocación, que intentan sostener un mínimo de dignidad. Médicos y enfermeras que luchan contra la marea de indiferencia. Pero incluso ellos terminan atrapados en el engranaje: los castiga la rutina, los reprime la burocracia, los aplasta la falta de reconocimiento. El sistema hospitalario mexicano no sólo victimiza a los pacientes: también erosiona la vocación de quienes todavía creen en la ética médica.

Lo que ocurre en los hospitales públicos mexicanos debería ser considerado una forma de violencia institucional. No es solo negligencia, es una política no escrita que convierte a los pacientes en víctimas de un aparato que los administra como objetos y no como personas. Hablar de “sistema de salud” en México es, en el fondo, un eufemismo: no se trata de un sistema, sino de un conjunto de rutinas que producen dolor y muerte con una regularidad escalofriante.

La discusión pública necesita urgentemente cambiar de eje. Seguir hablando solo de medicamentos y presupuestos perpetúa la coartada política. Hay que empezar a nombrar los infiernos hospitalarios como lo que son: espacios de violencia, negligencia y chantaje emocional. Hay que entender que el problema no es únicamente de recursos, sino de prácticas, protocolos y ética. De nada sirve llenar los hospitales de medicinas si las prácticas cotidianas siguen siendo negligentes.

El reto, claro, es que para transformar esta otra cara del sistema no basta con aumentar el presupuesto. Hace falta una reforma cultural en los hospitales: protocolos vigilados, ética reforzada, incentivos que premien la responsabilidad y no la rutina. Hace falta garantizar que el miedo de los familiares no sea parte de la ecuación. Hace falta devolver a los pacientes su condición de sujetos y no de rehenes. Eso es más difícil que comprar medicinas, pero también más urgente.

Mientras tanto, los infiernos hospitalarios seguirán ahí, invisibles para la discusión pública, pero presentes en cada familia que atraviesa sus pasillos. Seguirán operando como máquinas de silencio, como fábricas de dolor administrado, como instituciones que castigan la protesta y premian la indiferencia. Hablar de ellos es una forma de resistencia, una manera de romper el chantaje. Y quizá el primer paso para que, algún día, los hospitales dejen de ser sinónimo de infierno y recuperen su razón de ser: cuidar la vida.

Escribo estas líneas con el infierno hospitalario que mi familia ha vivido durante casi dos años presente en cada palabra, un infierno que, desde abril de este año, se ha vuelto insoportable. No he conocido un grupo más mezquino, incompetente e insensible que el de los residentes de neurocirugía del Centro Médico Nacional 20 de Noviembre ISSSTE, junto con algunos médicos adscritos, en particular uno del turno vespertino de terapia intensiva. También pienso en todas las personas que se han acercado a mí para contarme sus propios infiernos hospitalarios. Sus historias son una prueba más de que esto no es un caso aislado. A mediano plazo, estaremos trabajando para ofrecer asistencia legal, médica y psicológica gratuita a todas las familias que enfrentan este tipo de abandono institucional. Pero, por ahora, quien necesite ayuda puede escribirme directamente a mi correo personal:

mgenso@gmail.com

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